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Colombia no tiene un proyecto común que nos integre como sociedad. Esa es una de las manifestaciones de la llamada polarización, cuyo origen hay que encontrar mucho antes del plebiscito que derrotó al Acuerdo de Paz, siendo ese acontecimiento la cara más dramática de la fractura social que nos caracteriza.
Esto no solo pasa en Colombia. En Estados Unidos sucede algo similar, aunque por distintas razones y con otros componentes – el tema racial, por ejemplo –. La toma del capitolio del 6 de enero de 2020, por parte de una turba alentada por Trump para impedir la posesión de Joe Biden, es la manifestación más elocuente de esa división social que en el país del norte se hunde en sus mismos orígenes y la división entre los estados del sur y el resto del país a propósito de la esclavitud, lo cual dio origen a la guerra de secesión entre 1861 y 1865.
Desde Aristóteles se sabe que la política es para unir porque las sociedades tienen muchas razones para no estarlo. Esto no implica consenso permanente, pero sí la necesidad de encontrar unos mínimos que hagan posible las diferencias y la vida en comunidad. Es un tema que nunca se resuelve de manera definitiva, pero en la modernidad es en el marco de la democracia y del Estado – el mito del contrato social – donde estas diferencias se pueden zanjar sin violencia.
En el siglo XIX, luego de la Independencia, Colombia fue un escenario de guerras civiles y cada nueva Constitución fue una carta de batalla sobre la facción derrotada, en la afortunada expresión de Hernando Valencia Villa. La Constitución de 1886, impuesta por una facción política reaccionaria, llevó a la Guerra de los Mil Días, y algo de concordia se logró a partir del gobierno de Carlos E. Restrepo, un moderado que gobernó en clave de nación, y que dio al país un horizonte de paz que se vio truncado en el período de la Violencia de mitad de siglo, una polarización partidista que derivó en guerra civil no declarada. El Frente Nacional, un acuerdo entre partidos trajo paz política, pero generó las condiciones para la exclusión de otros actores que decidieron enfrentar al Estado por medio de las armas. Ese relato aún nos sigue acompañando a pesar de los diferentes procesos de paz que se han realizado.
A finales de la década de los 80 del siglo pasado, Colombia asediada por el narcoterrorismo optó por fortalecer la institucionalidad y ampliar la democracia mediante la aprobación de la Constitución de 1991, el esfuerzo más significativo para encontrar un espacio común donde resolver las diferencias. Pero la clase política se negó a profundizar el espacio de la Constitución, labor que le ha correspondido a la Corte Constitucional, lo que refleja un déficit democrático en el arreglo político – institucional que se corrige con activismo judicial, un escenario riesgoso para derivas autoritarias.
La prosperidad no ha avanzado para todos a la misma velocidad e intensidad, a pesar de los avances en la provisión de bienes públicos, y ese malestar se expresó de manera especialmente disruptiva en el marco de las protestas sociales, con una pandemia de trasfondo que evidenció que no todos estamos protegidos de igual manera ante los riesgos sociales.
Gane quien gane la presidencia tendrá que enfrentarse a una sociedad divida, a un sistema político fragmentado y a unas instituciones en declive de credibilidad.
La ausencia de un proyecto colectivo sobre unos mínimos que nos permita resolver las diferencias es la tarea pendiente que tenemos como sociedad, y eso trasciende al mismo debate electoral en el que naturalmente, se ahondan las diferencias.
En las elecciones para Congreso de la República y Presidencia nos jugamos más de lo que pensamos.
