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Lo que pasa en Colombia es también una crisis de lo público. Si bien es cierto que no hay una sola causa para explicar el estallido social, a medida que pasa el tiempo, es necesario identificar las piezas de un rompecabezas que debemos rehacer entre todos. Por lo pronto, sabemos que tenemos una sociedad rota, un pacto constitucional que las instituciones no han logrado consolidar y mucha rabia contra el establecimiento, que la pandemia ha ahondado. La respuesta estatal, con una reacción desmedida y desproporcionada de la Policía, y lentitud y desconexión del gobierno para atender las demandas, no ha hecho sino agravar la crisis y el descontento, en un paro que ya cumple un mes – un hecho sin precedentes en la historia reciente – y que amenaza con llevar al país a una situación de tensión social y crisis institucional con desenlaces imprevisibles y dolorosos.
Los colombianos no hemos podido encontrar un espacio común para resolver nuestras diferencias políticas e ideológicas y las inequidades sociales y económicas, y ese es un fracaso que puede atribuirse especialmente a las élites políticas que han hecho del Estado un lugar ajeno a los fines de la prosperidad general. Si algo ha quedado claro en esta coyuntura, es que esa prosperidad no es la misma para todos – ni en intensidad, ni en ritmo- y que las condiciones institucionales facilitan un escenario de exclusión que la gente ya no resiste más.
Y lejos de considerarse esto una lectura marxista de la realidad, pienso más en la tesis de las instituciones extractivas de Daron Acemoglu y James Robinson, quienes señalan en su texto ¿Por qué fracasan los países? que en muchas sociedades las reglas del juego económico se articulan con instituciones políticas extractivas para garantizar la concentración de poder en favor de una élite político – económica. Señalan estos autores que “solo con un sistema político inclusivo que distribuya el poder dentro de una sociedad es posible que las naciones logren la prosperidad. La combinación de instituciones políticas y económicas inclusivas configuran los incentivos adecuados para que una sociedad prospere”.
Si aspiramos a salir de este momento -que constituye un verdadero punto de quiebre- no basta con dos o tres programas sociales en favor de los jóvenes, o aumentar las transferencias monetarias o gratuidad en la educación pública; se necesita una revisión a fondo del diseño institucional del Estado y, especialmente, de las relaciones entre el sistema político, el sistema económico y las condiciones de reproducción de la desigualdad. En la Constitución política de 1991 están las bases para ello, el Acuerdo de paz contribuyó a que se pudieran crear las condiciones para el desarrollo rural, una de las piezas claves del desarreglo, pero se necesita más, y quizás sea necesario pensar en una serie de reformas que ameriten cambios constitucionales importantes, para lo cual se precisa de todo el compromiso y responsabilidad de esa misma clase política. Si esto no se hace por la vía ordinaria del Congreso en los próximos años, con una agenda que surja del dialogo con todos los actores y que trascienda el período de este gobierno que languidece con indignidad, no puede descartarse un escenario constituyente acotado, uno de los temas centrales del próximo debate electoral.
La justicia debe ser la primera virtud de las instituciones sociales, decía Rawls, y si estas son injustas, han de ser reformadas o abolidas. Si el sistema político no reacciona y realiza las reformas necesarias para asegurar unas reglas de juego más inclusivas – más allá de las razonables diferencias sobre el contenido y alcance de las mismas-, la crisis social y la violencia asociada pueden extenderse hasta un punto de no retorno, en el que ya no haya instituciones para defender.
La quema del palacio de justicia de Tuluá es solo un símbolo que prefigura lo que puede venir.
@cuervoji
