En términos de gestión gubernamental, el gobierno de Gustavo Petro será recordado como un gobierno incapaz de traducir en políticas públicas, programas y proyectos, las demandas sociales por las cuales su proyecto político fue elegido. El Gobierno se ha jugado la carta fuerte de reformas en el Congreso -con resultados agridulces- y ha descuidado la faceta de la gestión pública, donde se juega buena parte del éxito, especialmente en la implementación del Plan de Desarrollo y en la formulación de las políticas sectoriales que trascienden el período para el cual fue elegido.
Lo mismo puede decirse del gobierno de Iván Duque, un gobierno ausente de la realidad que contribuyó al surgimiento del estallido social al ser incapaz de tramitar el descontento que venía acumulándose progresivamente en Colombia, y que explica, junto a otras variables, el acceso al poder de un candidato de izquierda. La tecnocracia de ese gobierno, con todos los pergaminos académicos posibles pero desconectada de la realidad, fue incapaz de entender el momento y de gestionar el conflicto social, uno de los fines esenciales de todo Estado.
Más allá de los problemas de gestión derivados de los estilos de gobierno y de la calidad de la tecnocracia que los acompaña, en Colombia tenemos un problema fundamental por resolver y es la debilidad institucional de las instancias gubernamentales, tanto en el nivel nacional y, especialmente, en el ámbito regional, es decir, gobernaciones y alcaldías.
Las reformas al Estado y a la administración pública durante la Constitución de 1991 no han sido estructurales y no se han enfocado en fortalecer la capacidad institucional. Los municipios de cuarta, quinta y sexta categoría no tienen cómo atender los temas de su competencia, a lo que se suma la escasez de recursos propios, reforzando la dependencia de las transferencias nacionales que limitan su autonomía. Allí no se puede hacer nada, como no sea pagar nóminas y pasarse reunidos en cuántas comisiones inservibles se han creado, mientras los problemas crecen.
Pero en ciudades intermedias y ciudades capitales tampoco es mucho lo que se pueda hacer. Recurso humano escaso y poco capacitado, contratistas precarizados y muchos siendo cuotas políticas de concejales y diputados, estructuras administrativas incapaces de hacer frente a los nuevos modelos de gobernanza y de hacerse cargo de la complejidad de problemas que exigen respuestas integrales, tales como atención a poblaciones vulnerables, crisis climática, redes de microtráfico, contaminación ambiental, bajo crecimiento económico, turismo desbordado, desempleo juvenil, entre otros temas que los entes territoriales difícilmente puede asumir porque muchas veces se originan en causas que escapan a su control, como los problemas de seguridad derivados del conflicto armado o la presencia de rentas ilegales en su territorio.
En el Gobierno central, ministerios y departamentos administrativos, el panorama no es el mejor: funcionarios de planta y de carrera administrativa con pocos incentivos para mejorar en su desempeño, contratistas itinerantes, sin contrato buena parte del año, cambios constantes en la dirección –para pagar cuotas políticas, cómo no– y estructuras administrativas rígidas, atadas a la formulación de proyectos de corto plazo –proyecticos– sin una visión integral de la gestión pública contemporánea. La innovación pública allí todavía se percibe como ciencia ficción.
La administración pública colombiana se quedó en los 80s, no se adaptó a las exigencias de un Estado Social de Derecho –razón por la cual es tanto el protagonismo de la Corte Constitucional–, y seguimos creyendo que una reforma del Estado es quitar o crear uno o dos ministerios, o una que otra agencia gubernamental. Los problemas de coordinación interinstitucional son un enorme cuello de botella, y de eso depende mucho la eficacia en la inversión pública nacional y territorial. Buena parte de los hallazgos del DNP sobre los recursos de regalías se originan en esto.
Si el Gobierno quiere dejar un legado, debería jugársela por crear una Misión para la reforma de la Administración Pública, en la que se recojan voces de todos los sectores e ideologías –se precisa de una reforma en cada sector de la administración–, y entregue un documento de propuestas que permita una suerte de revolución institucional.
El presidente se queja constantemente de la resistencia de la máquina estatal para sacar adelante su proyecto. Pues llegó el momento de pensarse una reforma integral a la administración pública, una que permita traducir en bienestar los proyectos políticos.