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Todas las encuestas de intención de voto dan como ganador en las próximas elecciones para presidente de la República al senador Gustavo Petro, un escenario improbable antes de la pandemia y del estallido social.
Aunque aún falta mucho tiempo -y en política, en un país tan convulsionado como Colombia, cualquier cosa puede pasar-, es un escenario que tiene buenas probabilidades de darse, dado que Petro es el candidato que mejor representa ese cansancio con el establecimiento –del que él mismo hace parte- y que está en el origen de las protestas sociales que reconfiguraron la agenda política. El único contradictor que lo ha entendido es Sergio Fajardo, quien ya lo da por seguro en segunda vuelta.
Este probable escenario ha enloquecido al sistema político, lo que ha hecho que desde todos los flancos políticos responsabilicen a Petro de todos los males del país. Lo hacen responsable de la violencia asociada a las protestas, de generar el caos, del incremento de los contagios del Covid, de la pobreza, de todo, hasta el punto en que uno podría pensar que si Petro se retira de la vida pública, este país se arreglaría por arte de magia.
Quienes han optado por esta lógica incurren en un error estratégico de atribuirle un poder que no tiene –el de la calle, por ejemplo-, en lugar de tratar de entender por qué en este momento la opinión se inclina por su figura. Es precisamente la línea que ha propuesto Fajardo, de plantear un debate de ideas para enfrentar las de Petro, expresadas con más grandilocuencia que rigor.
Se dice que Petro nos va a volver como Venezuela, un estribillo que todavía cala en algunos sectores políticos y sociales, desconociendo las diferencias históricas e institucionales de ambos países, y que además agitaría desde el gobierno el odio de clase, el cual, parecería haberse expresado en el contexto del estallido social, un fenómeno que en realidad puede estarse viendo de alguna manera en los acontecimientos de Cali. Esto se dice sin la más mínima prueba, solo para asustar, pero funciona, porque Petro ya fue alcalde de Bogotá, y no recuerdo que haya dejado a la capital en proceso de venezolización, expresión que deberíamos revisar, porque implica una estigmatización injusta con el país vecino, como cuando reclamamos no decir que México se estaría colombianizando por la violencia de los carteles de la droga.
La alcaldía de Petro fue más de enunciados de política y de discurso que de realizaciones, de un liderazgo más de activista político que de gobernante, en un contexto en el que los medios de comunicación y los organismos de control no le perdonaron una, hasta el punto de haber sido destituido injustamente en manos del cruzado Ordóñez, lo cual implicó una condena al Estado colombiano en la Corte Interamericana y un fallo que ahora la procuradora Cabello se quiere pasar por la faja. Otros procesos fiscales adelantados en la Contraloría vargasllerista de Bogotá han venido siendo anulados en la justicia contencioso-administrativa.
Ese mismo escenario se replicará con más fuerza en el nivel nacional. Tendrá el Congreso de la República en contra –porque Petro no tiene una plataforma política-, los medios serán especialmente duros con su gestión – como no lo son con la de Duque que tiene al país hecho jirones-, y su margen de gobernabilidad será muy limitado porque una eventual alianza en segunda vuelta con sectores de la centro derecha no le garantizará un gobierno de mayorías, con lo cual tendrá dificultades para hacer aprobar leyes y promover las reformas estructurales que exige su ideario político. Así que eso nos pondría más cerca de Perú o de Italia que de Venezuela, con un gobierno arrinconado por el propio sistema político y el establecimiento económico, un escenario impredecible en un régimen presidencial como el colombiano donde no existe una salida institucional a una crisis de esta naturaleza.
Así que el miedo con Petro no es tanto por lo que él pueda hacer – tendrá todos los frenos y contrapesos activados y la comunidad internacional alerta- sino por lo que no lo dejen hacer para forzar luego una salida no institucional, pues en el juego democrático es difícil su derrota si las cosas siguen como van.
