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En un evento esta semana en la Universidad Externado, en el cual se presentó una serie de investigaciones sobre la corrupción en Colombia realizada por investigadores de la universidad, el procurador general de la Nación, Fernando Carrillo, señaló que la corrupción estaba presente en todas las instancias del Estado y que era necesario, por ejemplo, acabar con las corporaciones autónomas regionales, verdaderos nidos de corrupción.
Por su parte, el contralor general de la República, Edgardo Maya, dijo que se estaban robando todo, justo antes de entregar su mandato y sin explicarnos por qué hizo tan poco para impedirlo. Me pregunto, si este diagnóstico es tan claro, cuántas sanciones a directores de CAR ha aplicado la Procuraduría en tiempos de Carrillo, o cuánta plata ha recuperado la Contraloría de los $50 billones que dice Maya se han embolsillando los corruptos.
Según el Informe de gestión de la Contraloría al Congreso 2017-2018, entre el 2014 y el 2018 “el acumulado de beneficios del proceso auditor representados en ahorros y recuperaciones ascendió a $1,06 billones”. El concepto ahorro es bastante discutible porque la metodología para medir los recursos que no se pierden es bastante dudosa, pero, aun así, si se están robando $50 billones, es necesario preguntarse si se justifica una entidad que impida que se pierda o recupere el 2% de lo que se roban.
En el mismo período, la Contraloría inició procesos de responsabilidad fiscal por $21,6 billones, obtuvo 691 fallos con responsabilidad fiscal por valor de $574.331 millones, logró resarcimiento del daño causado al patrimonio público por valor de $409.471 millones y por recaudo en jurisdicción coactiva, un valor de $289.654 millones, para un total de $1.273.455 millones. O está mal diseñado todo el sistema de responsabilidad fiscal —y entonces sería necesario volver al control previo sin cogobierno—, o los procesos de la Contraloría son muy ineficientes y en materia de lucha contra la corrupción puede considerarse un fracaso. Pero, en todo caso, no es una situación de la cual uno pueda enorgullecerse como ciudadano.
Como no hay un consenso sobre cómo medir y atacar de manera eficiente la corrupción, el ciudadano asume tres posturas: la indiferencia, el abatimiento o la complicidad, todas funcionales al crecimiento de la corrupción en una sociedad desigual que impide que la gran mayoría pueda participar de las oportunidades económicas en condiciones de igualdad y, por eso, muchos toman el atajo como mecanismo de ascenso social, razón por la cual en muchos contextos sociales el corrupto es alguien admirado que logró coronar su cuarto de hora.
En estos momentos se decide la elección del contralor general de la República en el Congreso. Uno de los favoritos es el director ejecutivo de la Federación Colombiana de Ganaderos, Fedegán, José Félix Lafaurie, no solamente el candidato del Centro Democrático, partido de gobierno, sino uno con serios cuestionamientos en el manejo de recursos fiscales en ese fondo ganadero, amén de otras conductas que dan cuenta de su militancia ideológica, por ejemplo contra la restitución de tierras, recursos que deberá auditar, y que no lo hacen la persona más adecuada para ocupar el cargo de contralor.
Hoy que la corrupción está en el centro de la agenda política, con una consulta popular en marcha, con efectos más simbólicos que reales que es necesario apoyar para que el ciudadano se sienta partícipe de enfrentar este flagelo que amenaza con socavar la legitimidad de las instituciones, el presidente Duque debería enviar una señal a su bancada para que apoye un candidato distinto del de su partido, uno que pueda tener la autonomía, la independencia y la capacidad técnica para reorientar las funciones de la Contraloría como una herramienta eficaz contra la apropiación indebida de recursos públicos.
Y que el procurador Carrillo deje de echar discursos y se dedique a disciplinar a quienes se apartan de sus deberes legales, sin importar el rango y el partido al que pertenecen.
