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El concepto de responsabilidad política no existe en el servicio público colombiano, tanto en lo normativo como en las costumbres institucionales.
A raíz de la renuncia de Jorge Armando Otálora a la Defensoría del Pueblo, del general Rodolfo Palomino a la dirección de la Policía Nacional y de Carlos Ferro al Viceministerio del Interior, por los escándalos conocidos gracias al periodismo –y no a la Fiscalía y los organismos de control-, muchos se lamentan de que se trata de una injusticia porque ellos no han sido vencidos en juicio y no se les ha respetado el debido proceso.
La responsabilidad política implica el retiro del cargo del servidor público cuando haya graves y creíbles señalamientos de conductas punibles o faltas disciplinarias, e incluso por faltas a la ética pública, que en el orden jurídico colombiano se asimila a moralidad administrativa, considerada un derecho colectivo (art. 88 de la CP), y un principio de la función administrativa (art. 209 de la CP).
Debería ser norma de costumbre que cuando exista apertura formal de cargos en la Procuraduría General de la Nación y personerías, imputación de cargos en la Fiscalía General de la Nación y apertura de juicio fiscal en las contralorías contra servidor público, este debe renunciar para preservar la integridad y la continuidad de la función pública. Exigir ese grado de avance en lo penal, disciplinario y fiscal evitaría las denuncias temerarias y frívolas que pueden tener intereses políticos o personales.
Sobre ese punto debemos lograr un consenso, dejando salvaguardado el derecho de defensa en lo personal en las investigaciones correspondientes. Si la persona no es hallada responsable en esas instancias, su honor y su dignidad quedan a salvo, pero ello no debe implicar necesariamente un restablecimiento al cargo, porque la función pública no está vinculada con ello.
Pero en Colombia no existe tradición para ello. Los servidores públicos, especialmente los de alto nivel y responsabilidad, tales como presidentes, ministros, magistrados, jefes de organismos de control o de empresas públicas en general, suelen atornillarse a los cargos cuando son objeto de señalamientos judiciales, disciplinarios o éticos. Se amparan en el debido proceso a sabiendas de que en el cargo tienen poder e influencia para defenderse, tienen acceso a medios de comunicación, y en muchas casos a incidir en el desarrollo de los procesos con sus aliados políticos, como ha pasado con el magistrado Pretelt, quien ha encontrado en el procurador Ordoñez a su mejor defensor.
Aquí no renunció el expresidente Samper a sabiendas de que su campaña fue financiada con dineros del narcotráfico; no renuncia el magistrado Jorge Pretelt a pesar de que la Cámara de Representantes aprobó que su caso fuera enviado al Senado para dar vía libre a un juicio, un hecho sin precedentes que denota la seriedad de los señalamientos; no renuncia el ministro de Minas, Tomás González, a pesar del conflicto ético que existe con la compañía Connecta -de la que era socio fundador y luego vendió sus acciones al esposo de su cuñada- y los contratos por más de 6 mil millones de pesos con el Fondo de Programas Especiales para la Paz, y muchos casos más de todos conocidos.
Que estas semanas convulsionadas de principio de año, con renuncias emblemáticas, nos deje una lección: es necesario elevar los estándares éticos en el servicio público, y quien no esté dispuesto a aceptar esa simple regla de conducta que no asuma ningún cargo, y que si lo hace y es sorprendido en una falla ética, que se vaya en silencio y sin pataleo.
@cuervoji
