A raíz del auto de la Jurisdicción Especial para la Paz donde se explica la metodología de investigación que seguirá ese tribunal de justicia transicional en el caso de homicidios de civiles por parte de miembros del Ejército para hacerlos pasar como abatidos en combate, surgen muchas preguntas que tendremos que ir dilucidando a medida que avanza el proceso.
Lo primero es la diferencia tan ostensible entre las cifras de la Fiscalía y lo que anuncia la JEP. Pasar de 2.248 víctimas entre 1998 y 2014 a 6.402 amerita una respuesta de la Fiscalía General de la Nación y de los fiscales desde entonces y hasta la fecha. También es necesario preguntarse por qué no hay sentencias condenatorias proporcionales, tanto en relación con la primera como con la segunda cifra. Frente al período de mayor incidencia, es necesario preguntar qué hicieron Luis Camilo Osorio, Mario Iguarán y Guillermo Mendoza, pero también por qué los siguientes fiscales no han podido entregar al país una radiografía exacta de lo que pasó y fue necesario que llegara la JEP a llenar ese vacío de impunidad.
También hay que preguntarse cuál fue la respuesta de la Procuraduría General de la Nación en estos hechos, como quiera que estas son conductas atribuibles a agentes estatales. Quienes han ocupado ese cargo también le deben una explicación al país, especialmente Edgardo Maya y Alejandro Ordóñez, que ejercieron en el período de mayor intensidad. Igualmente, es necesario preguntar qué hizo el defensor del Pueblo de la época, el inefable Vólmar Pérez. ¿Qué acciones desarrolló la Defensoría durante su largo mandato para visibilizar y denunciar estos crímenes?
También queda la pregunta de por qué fue una práctica tan extendida en el tiempo sin que se tomaran correctivos —16 años como mínimo, aunque hay evidencia de que se inició en los 90—. ¿Cómo es posible que ningún gobierno civil ni las cúpulas militares o las inspecciones hubieran tomado cartas en el asunto para impedir esa atrocidad? ¿Entonces se trató de una política institucional?
La respuesta no es fácil. Probar una orden ilegítima es difícil hasta en las más ásperas dictaduras. Se habla de la Directiva 095 de 2005, proferida por el entonces ministro de Defensa, Camilo Ospina, en la que se generaba un sistema de incentivos que alegan no estaba dirigido a miembros de la Fuerza Pública, pero que se convirtió en el sustento para entregarles premios y recompensas.
La directiva era moralmente repudiable, pero de ella no se desprendían órdenes ilegales. No se va a encontrar una orden para matar civiles, ni en el mando civil ni en el mando militar. Los testimonios que se han ido conociendo de soldados y militares de rango medio indican que había una presión desde el alto gobierno por resultados; falta de directrices claras de los comandantes de división, brigada y batallones sobre la imperiosa necesidad de no involucrar a civiles; un entorno institucional que no preguntaba mucho sobre las circunstancias en que sucedían los hechos para entregar resultados y ser premiados unos y otros, y finalmente un gobierno que recibía reconocimiento y apoyo por su éxito contra la subversión.
Se trata entonces de un clima institucional propicio para una práctica criminal generalizada: presiones excesivas, un sistema de incentivos perverso, poca apropiación institucional de los principios del DIH en el Ejército —que obliga a distinguir civiles de combatientes—, falta de control de superiores, complacencia con los resultados y unas víctimas que en su mayoría cargaban con el estigma de la marginalidad, pues sus familias tenían que empezar porque se les tomara en serio, primero, y luego desvirtuar el ignominioso “no estarían recogiendo café” con que se despachó el tema por parte del presidente de la época, quien hoy se limita a regatear las cifras y no a dar una posible explicación de lo sucedido.
El Estado, en sus distintas agencias, tenía cómo establecer que esta práctica atroz se daba desde los años 90 y se incrementó en el contexto de una política gubernamental en la que no se tomaron las previsiones necesarias para impedirlo; por el contrario, la estimularon a sabiendas de los resultados. Será en el marco de la justicia transicional donde se establecerán las responsabilidades por ello, reparando a las víctimas y ordenando que se tomen las medidas para que este horror, que nos envilece como sociedad, no vuelva a ocurrir.