Una de las secuelas más negativas de décadas de conflicto armado interno es aquella tara de ver a nuestros contradictores políticos como enemigos irreconciliables, y de plantear el debate en términos de juegos de suma cero, es decir, el debate no solo hay que ganarlo de manera absoluta, sino llevándose por delante la honra e integridad del contradictor y la de su familia, si es necesario.
Ya existe suficiente ilustración sobre el tema Uribe – Samper Ospina, reafirmando sí que el senador devolvió una sátira política con una infamia inaceptable, llevando el debate a un terreno de invalidación moral de un crítico sistemático y en ocasiones obsesivo con un personaje público y su círculo político. Ya será la justicia la que defina los términos de la retractación, más allá de los malabares lingüísticos de uno de sus escuderos, quien pide no le endilguen parentescos criminales, pero no hace lo propio con su contradictor.
Pero es necesario replantear los términos y forma del debate. Con una guerrilla desarmada y en tránsito hacia partido político, las discrepancias ideológicas y políticas no pueden implicar la anulación moral o física de nuestros contradictores. Me cuesta aceptar el modelo de sociedad de un partido como el Centro Democrático, y en el debate público enfrentaré sus tesis y argumentos —y falacias— con mejores tesis, argumentos y verdades, sin caer en la tentación de invalidarlos moralmente por representar lo que representan y por decir lo que piensan.
Entiendo que a esto le dicen tibieza, no tomar partido, no declararle la guerra a la derecha y aniquilarla. O al contrario de allá para acá, al mamertismo. Y en tiempos de extremismos, la tibieza se asimila a cobardía, acomodamiento y hasta complicidad con quienes no se está de acuerdo si ello no implica su eliminación, al menos moral. Pero no hay que confundir no tomar partido —estar a favor de la paz y señalar los riesgos de impunidad no es contradictorio— con invalidar y desconocer la validez y legitimidad de los contradictores.
Por ejemplo, quienes apoyamos el proceso de paz no tenemos por qué comprar todo el paquete de defender al Gobierno en todos sus frentes y de dejar de señalar que el ingreso de dineros de Odebrecht a las dos campañas supone una sombra de legitimidad de la elección que seguramente no tendrá un desenlace como se esperaría. Diremos que la mirada del fiscal en este tema se ha concentrado hacia abajo, en cargos menores, cuidándose de que la responsabilidad política no trascienda hacia arriba —de hecho, ya absolvió al actual gobierno sin que se hayan conocido todas las pruebas que él mismo ha pedido de Estados Unidos y Brasil—, y de manera conveniente ha bajado el volumen sobre la posible responsabilidad de una de las empresas del conglomerado económico que él asesoraba como abogado.
Tibios fuimos con las mentiras y falacias de los opositores al proceso que ganaron el plebiscito del 2 de octubre, pero también fuimos incapaces de interpretar su descontento ayer y hoy, etiquetándolos con facilidad como amigos de la guerra sin mirar más allá en sus reclamos de justicia y verdad.
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No puedo dejar pasar esta columna sin llamar la atención sobre la grave situación de los líderes sociales y defensores de derechos humanos. Ya van 185 líderes asesinados desde enero de 2016, según Informe de Riesgo de la Defensoría del Pueblo, 52 en el 2017, incluyendo amenazas a 500 de ellos y asesinatos de desmovilizados de las Farc, hechos que pueden comprometer la sostenibilidad de la paz y que el ministro de Defensa niega de manera tozuda, sino la sistematicidad, al menos patrones y dinámicas convergentes que el Estado puede identificar y neutralizar.