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Muerto a diez y ocho millones

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Jorge Iván Cuervo R.
19 de septiembre de 2008 - 02:07 a. m.
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POCO SE HA HABLADO DEL DECREto de reparación administrativa 1290 de 2008, con el cual el Gobierno del presidente Uribe busca recomponer el tortuoso proceso de reparación que planteó para las víctimas la Ley de Justicia y Paz.

En principio, la idea del decreto es buena porque permite a cualquier persona acreditar su condición de víctima sin tener que pasar por los vericuetos del proceso penal, una carga que puede convertirse en otra victimización. Sin embargo, las limitaciones conceptuales y normativas que contiene lo hacen una medida insuficiente para contribuir de manera eficaz con el proceso de justicia transicional a medias que viene dándose en Colombia.

El principal problema está en que la reparación administrativa propuesta no se sustenta en el principio de responsabilidad del Estado, sino en el de solidaridad con las víctimas. Si bien se advierte que la reparación se realiza sin perjuicio de la responsabilidad de los victimarios y del Estado, lo cierto es que el Comité de Reparaciones no tiene facultades para establecer dicha responsabilidad, la cual se disocia del proceso de investigación de los hechos y se reduce a una indemnización compensatoria.

Por otra parte, limita la reparación a cinco derechos (vida, integridad física, salud física y mental, libertad individual y libertad sexual) con lo que las víctimas no podrían obtener por esta vía reparaciones por violaciones a otros derechos fundamentales, tales como la propiedad o garantías judiciales, las cuales deberán ser tramitadas ante otras instancias, obligando a las víctimas a recorrer distintas oficinas estatales en la búsqueda del restablecimiento de sus derechos.

La indemnización en caso de homicidio, secuestro, desaparición forzada y lesiones personales con incapacidad permanente, se establece en un máximo de 40 salarios mínimos, es decir, el equivalente a fecha de hoy a $18.460.000. El énfasis está puesto en lo que habría que pagarle a la víctima, como si el problema fuera de plata y no de restablecimiento de sus derechos, empezando por el de la verdad.

Luego de conocer los dantescos relatos de masacres como El Salado, Mapiripán, Pueblo Bello, La Rochela, Chengue, entre otras, el proceso que conduzca a una verdadera reconciliación no debe agotarse en la descripción macabra de las conductas de quienes las ordenaron o las realizaron. Para impedir que esto vuelva a ocurrir se necesita saber cuál fue el papel de los organismos del Estado que debieron haber prestado protección a esas comunidades que quedaron varios días a merced de sus verdugos, e identificar a los responsables individuales de esa criminal omisión —o activa participación—, quienes incluso tendrían la posibilidad de acogerse a los beneficios de la Ley de Justicia y Paz.

Ese debate, esencial para entender lo que pasó y asegurarnos de que no vuelva a pasar, queda diluido con el decreto, y las víctimas, personas generalmente de escasos recursos, terminarán resignando su derecho a la verdad por un chequecito.

Una manera de corregir esta deficiencia de la justicia transicional que viene aplicándose, es la creación de una comisión de la verdad, donde las responsabilidades de unos y otros queden como un hecho público reconocido y aceptado, y no como las piezas sueltas de un rompecabezas sujetas a las deficiencias de investigación de la justicia.

jorgeivancuervo@etb.net.co

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