AMÉRICA LATINA NO SERÁ UNA prioridad en la agenda de política exterior del presidente Barack Obama.
El tema seguirá siendo manejado por una oficina de segunda categoría en el Departamento de Estado, así que más allá de lo simbólico, no hay que hacerse muchas ilusiones sobre lo que traerá la obamanía por estas tierras.
Los desafíos de política exterior de los Estados Unidos empiezan por recuperar el liderazgo de esa nación en el mundo, retomando la doctrina de la diplomacia disuasiva de Madeleine Albright, la cual Hillary Clinton desarrollará con algo más de glamour. Esto supone que Estados Unidos deberá restablecer su presencia en los organismos multilaterales, tan defenestrados por la política exterior de Bush, recomponer las relaciones con Europa, y servir de factor disuasivo en el Medio Oriente, la región donde la nueva Secretaria de Estado deberá concentrar todas sus energías en los próximos meses. El ataque de Israel a la franja de Gaza es una señal de lo difícil que será para Washington cambiar de postura en esa convulsionada región.
Obama deberá cargar con los costos de la llamada guerra contra el terrorismo de Bush: Guantánamo, Irak, Afganistán y un odio creciente en el mundo musulmán con presidentes hostiles capaces de desestabilizar el precario orden mundial, tales como Ahmadineyad en Irán o Kim Jong II en Corea del Norte. Su discurso de restablecimiento de la unidad nacional en los Estados Unidos será la plataforma sobre lo cual estructure su política exterior de reconfiguración de un orden internacional no belicista. Así que el nuevo Presidente tiene demasiados problemas como para que seamos una prioridad.
América latina puede beneficiarse de las externalidades positivas de un cambio de discurso. El respeto por los derechos humanos, la multilateralidad y la lucha contra la pobreza estarán a la orden del día, y algunos gobiernos de la región podrán utilizar esa ventana de oportunidad, especialmente usando las medidas de salvaguarda financiera que ha anunciado la Reserva Federal para amortiguar la crisis económica.
Que unos autócratas quieran perpetuarse en el poder en la región andina no debe ser motivo para quitarle el sueño al nuevo Presidente, y entonces la diferencia va a estar en el tratamiento a Cuba y la flexibilización de la política migratoria. Sobre lo primero, se anuncian medidas para permitir el envío de más divisas y visitas a la isla, pero todo indica que no va a darse un cambio drástico, a la espera de que el poder de los Castro languidezca. Un giro de timón significativo crearía problemas innecesarios a Washington.
En cuanto a Colombia, el Ministro de Comercio Exterior ha señalado con cierta candidez que ahora sí se aprobará el TLC, olvidando que dicho tratado se ha convertido en una excusa para que sectores demócratas del Congreso presionen en el tema de derechos humanos. Con Obama, esa presión aumentará, y por más firmas de cabildeo que se contraten, si el Gobierno no cambia su postura de minimizar los temas relacionados con paramilitarismo, muerte de sindicalistas e impunidad, como si fueran una invención de la oposición, nada va a cambiar a ese respecto.
Finalmente, el irredimible provincialismo con el que nuestros medios comentaron la posesión de Obama, usando alguno de ellos un tono burlesco incomprensible, es una señal de la dificultad que tenemos como cultura para dimensionar el cambio que significa la llegada a la Casa Blanca del primer afroamericano en la historia de esa nación.
