Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Juan Manuel Santos será recordado como el presidente al cual le fracasaron dos reformas a la justicia.
Una en el primer gobierno gracias a la ingenuidad negligente de su exministro de Justicia Juan Carlos Esguerra y las marrullerías de un grupo de congresistas en el escenario de una conciliación entre Cámara y Senado; y otra, en su segundo gobierno, gracias a la visón miope de una Corte Constitucional que entiende la independencia judicial como un principio absoluto e inmodificable, y confunde la función de formular políticas judiciales, con el gobierno de la administración de justicia y la función judicial, propiamente.
Con el fallo de la Corte Constitucional en el que se declara inconstitucional la parte más importante de la llamada reforma de Equilibrio de poderes, aquella relacionada con el gobierno de la rama judicial, el máximo tribunal envía un mensaje muy complicado que puede sintetizarse así: por mal que lo hagamos, nadie nos puede reformar si no se cuenta con nosotros, no le rendimos cuentas a nadie y en ese sentido somos una especie de poder supra constitucional. Así lo reafirmó la presidenta de la Corte Suprema, la magistrada Margarita Cabello quien le dijo a Yamid Amat en una entrevista en El Tiempo que sin el concurso de los jueces no puede pasar una reforma a la justicia.
En efecto, en el comunicado de lo que será la sentencia C- 285 de 2016, la Corte deja claro que si bien el Congreso puede introducir modificaciones al esquema de autogobierno judicial de la Constitución de 1991, e incluso suprimir órganos del mismo si lo estima necesario, no puede alterar los principios de autogobierno, independencia judicial y separación de poderes porque son pilares del acuerdo constitucional y reformarlos supondría una sustitución de la Constitución, facultad que está vedada al Congreso.
La Corte no precisa el alcance del principio de autonomía e independencia judicial y desconoce que en la composición del nuevo órgano declarado inexequible, el Consejo de Gobierno Judicial, se aumentó la presencia de representantes de la rama judicial, porque además de representantes de cada una de las Altas Cortes, se suma un representante de los jueces y uno de los empleados judiciales elegidos de manera democrática, y no tiene en cuenta que la injerencia del gobierno es mínima porque no es miembro permanente y deja a la ley estatutaria los términos de su participación junto con la del Fiscal y voceros de la academia.
Como bien lo recuerda Rodrigo Uprimny, aludiendo a un texto del profesor Owen Fiss, existen diversos grados de independencia judicial ; uno, es la independencia como imparcialidad del juez, la cual debe ser garantizada en términos fuertes; otro es la independencia del juez en su función interpretativa de la ley que debe estar restringida por el buen juicio y los precedentes judiciales para que no se den fallos arbitrarios y caprichosos y, finalmente, la independencia de la rama judicial en su conjunto, respecto de los otros poderes del Estado.
Este último grado de independencia no puede ser un principio absoluto, y específicamente en la definición de las políticas judiciales deben participar todos los órganos del Estado. Así ocurre hoy con la aprobación del plan sectorial de desarrollo de la rama judicial que es preparado por el Consejo Superior de la Judicatura y debatido en el Congreso de la República, sin que por ello se afecte la independencia judicial.
Si algo le ha faltado a la justicia en Colombia es una perspectiva de políticas públicas. La manera como el Consejo Superior de la Judicatura ha interpretado la autonomía ha llevado al corporativismo y a que los jueces sientan que no tienen por qué rendir cuentas ante la sociedad, y este fallo de la Corte, a pesar de señalar que la reforma introduce dinámicas corporativistas y gremiales, lo cierto es que las refuerza al dejar en pie y fortalecida a una Sala Administrativa que no ha entendido su rol de pensar la administración de justicia en términos de política de Estado.
@cuervoji
