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José Fernando Isaza

17 de febrero de 2022 - 12:30 a. m.

Un distinguido lobista entra al Congreso con grandes maletas llenas de dinero. Se está tramitando la usual reforma tributaria. Se acerca a cada uno de los congresistas y le ofrece un suculento fajo de billetes o un generoso cheque, aclarando, esto es para su próxima campaña o para alguna organización sin ánimo de lucro que usted apoye. El aporte no está condicionado a incluir en la ley ningún artículo que pueda favorecer a la empresa que represento. El escándalo sería mayúsculo: “Corrupción en el Congreso”, “se trató de comprar el voto de los egregios representantes del pueblo”, “el país pide sanciones ejemplarizantes ante el intento de mancillar el templo de la democracia”, etc. Unos meses antes de las elecciones, el mismo lobista ofrece a los candidatos financiación para la campaña, lo cual está permitido por la ley, con generosidad y aclara que esto en ningún momento compromete el voto. Estas acciones, lejos de ser censuradas, se interpretan como un apoyo a la democracia y adicionalmente el donante obtiene una deducción de impuestos. Debe existir alguna diferencia de fondo entre ambas formas de acercarse a los elegidos, pero es difícil encontrarla.

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La tira cómica Dilbert, excelente para entender las complejidades del mundo empresarial, muestra cómo un comprador, analizando el valor de una empresa, preguntó por qué incluían US$25 millones en el intangible, la repuesta fue: “Tenemos dos senadores amigos”.

Estas formas legales de capturar en beneficio propio la riqueza colectiva aplica también al Ejecutivo. Piénsese en la siguiente situación teórica: un alto funcionario tiene la posibilidad de aprobar o improbar subsidios estatales para valorizar propiedades privadas, al retirarse algunos beneficiarios pueden contribuir a su campaña política, o vendiéndole un apartamento a precio por debajo del mercado. Esto puede ser legal, pero si se define corrupción como la captura de bienes colectivos en beneficio particular, es corrupción.

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Debe reconocerse que se ha tratado de controlar los carruseles de pensiones. Si un congresista o un magistrado de las altas cortes pedía una licencia temporal, era reemplazado por su amigo o empleado, que ¡oh coincidencia! completaba así su tiempo de jubilación, la cual le multiplica cuatro o cinco veces la pensión a la que tendría derecho. Un cálculo actuarial estima en más de $4.000 millones el costo de los contribuyentes por esta legal jugada.

Para combatir la corrupción no basta con enfrentar las acciones ilegales. Hay multitud de leyes para hacerlo. Otra cosa es que no se cumplan. Igual o mayor daño hacen a los bienes públicos las argucias amparadas en la legalidad, que benefician a los avivatos.

Mal ejemplo dieron los jóvenes emprendedores hijos del entonces presidente Uribe cuando negociaron un lote en Mosquera, en muy buenas condiciones de precio para ellos, al mismo tiempo que la empresa vendedora tramitaba una importante exención de impuestos bajo la figura de zona franca uniempresarial, la cual terminó reduciendo el impuesto de renta del 33 % al 14 %.Posteriores decisiones con participación de ministros de Uribe dispararon el valor de los terrenos. No se puede afirmar que hay relación de causalidad entre ambos eventos. Unión de la política con los negocios.

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La arquitectura de elección de los entes de control lleva a que quienes son sometidos a su vigilancia seleccionan a sus jueces.

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