Las elecciones, la vida, el poder pueden perderse si se responde con total sinceridad a las preguntas sobre las creencias religiosas. Mockus perdió buena parte de su electorado al afirmar que es ateo. Los contrincantes de Obama lanzaron el rumor de que no pertenecía a ninguna secta cristiana o que profesaba el islamismo; él encontró en un pueblo desconocido a un pastor que confirmó que asistía a su iglesia. Cuando la masonería era estigmatizada acusando a sus miembros de crímenes imaginarios, la revista Life publicó la lista de presidentes latinoamericanos masones. Entre ellos estaba Alberto Lleras y su respuesta fue políticamente correcta: en una misa solemne en la Catedral Basílica comulgó y esta foto fue ampliamente divulgada.
Políticamente correcta fue la respuesta de Einstein a la pregunta: ¿cree usted en Dios? “Creo en el Dios de Spinoza, que se revela así mismo en una armonía de lo existente, no en un Dios que se interesa en el destino y las acciones de los seres humanos”. Como este Dios no interviene en la historia ni viola las leyes de la naturaleza, no es una limitación al desarrollo de la ciencia, no promueve el odio ni las guerras religiosas. Otra respuesta políticamente correcta puede ser: “No creo en Dios, creo en algo más grande”. Después de leer el libro Exposición del sistema del mundo, de Pierre-Simone de Laplace, Napoleón le dijo: “No encontré a Dios en su tratado”. “Excelencia, no tuve necesidad de esa hipótesis”. Una respuesta sin corrección política sería: “¿Por cuál de los 54.000 dioses que han acompañado a la humanidad me pregunta? Hasta ahora se han identificado esa multitud de divinidades, todas verdaderas y sobrenaturales”. Cuando la santa Inquisición, en nombre del dios bondadoso, quemaba vivos y torturaba a quienes se apartaran de la doctrina papal, Giordano Bruno fue quemado por no responder adecuadamente a la pregunta: “¿Cree usted en la palabra de Dios en la Biblia sobre el movimiento del Sol alrededor de la Tierra o persiste en afirmar que es la Tierra la que gira?”. El parque de la zona gastronómica de Quinta Camacho en Bogotá lleva el nombre del cosmólogo y hay un busto suyo.
Galileo contó con mejor suerte, pues solo estuvo en prisión domiciliaria hasta su muerte gracias a su amistad con el cardenal Belarmino, con quien compartía el gusto por la conversación, los buenos vinos y la música. Sus teorías del movimiento de los astros y de la existencia de las manchas solares se apartaban de la ortodoxia de Roma; aún más desafiante era su idea de la existencia de las leyes de la naturaleza. Esta hipótesis implicaba negar la omnipotencia de Dios, quien debía someterse a cumplir las leyes que él mismo había instituido. Juan Pablo II “rehabilitó” a Galileo en nombre de la Iglesia. Más adecuado hubiera sido pedirle perdón; no lo hizo y además en el mismo documento absolvió a la Inquisición.
La Iglesia anglicana no era tan proclive a quemar a los cosmólogos; sin embargo, por ser una iglesia oficial, tenía poder en la selección de la alta burocracia. Newton, que ejercía un cargo equiparable a presidente del Banco Central, temía perder esta posición por su concepción de un mundo armónico, infinito en tiempo y espacio. Declaró que tuvo principio y, para no dejar sin oficio al demiurgo luego de la creación, le asignó la labor de tiempo en tiempo de corregir las órbitas celestes para que no se alejaran de las sagradas secciones cónicas.