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En las últimas semanas se han conocido una serie de condenas judiciales que afectan a expresidentes latinoamericanos por distintos tipos de delitos, principalmente asociados con actos de corrupción o por intentos de golpismo. Los casos de Jair Bolsonaro en Brasil, Cristina Fernández de Kirchner en Argentina, y los más recientes de Pedro Castillo y Martín Vizcarra en Perú, son algunos de los exmandatarios que cumplen condenas importantes. En un estado de derecho esta debería ser la constante: el que le hace, la paga.
El caso de Bolsonaro se relaciona con el intento de golpe de estado que dirigió el 8 de enero de 2023, contó con la participación de cuatro altos generales, políticos y civiles, para impedir que Luis Inacio Lula da Silva continuara en la presidencia, pocos días después de asumir el poder. El asalto a la sede de los tres poderes en Brasilia no logró su objetivo y los responsables hoy están tras las rejas. La independencia de poderes en el país vecino demostró que la justicia opera, a pesar de los señalamientos de los fanáticos seguidores del expresidente, que consideran que se ha cometido una gran injusticia.
Jair Bolsonaro fue condenado a 27 años, con sentencia de segunda instancia. Lula mencionó que “Brasil dio una lección de democracia al mundo. Sin alarde, la justicia demostró su fuerza, demostró que no se amedrenta”. El cumplimiento de la pena lo hacía en prisión domiciliaria, hasta hace unos días, pero ahora se encuentra en una comisaría de policía por intento de fuga, luego de manipular un dispositivo electrónico que le habían puesto en el cuerpo. Lo anterior en medio de las presiones políticas internas de los bolsonaristas, y, muy en especial, del inaceptable intervencionismo de Donald Trump, quien impuso aranceles muy elevados a los productos brasileños, como represalia por la condena a Bolsonaro, su amigo.
El otro caso relevante es el de la expresidenta argentina Cristina Fernández de Kirchner, condenada a 6 años de prisión domiciliaria por el delito de administración fraudulenta en perjuicio del Estado, y fue inhabilitada políticamente por el resto de su vida. La Fiscalía la acusa ahora de ser “la destinataria final” de los sobornos de la causa Cuadernos, en la cual existen pruebas de grandes sumas de dinero provenientes de empresarios de obras públicas que llegaban a su residencia. El proceso involucra a un total de 87 personas imputadas, la mayoría ex altos cargos políticos y empresarios. Ella alega su inocencia. Similar a Brasil, la justicia, como poder independiente en una democracia, tiene la potestad de obrar ofreciendo todas las garantías procesales y actuar conforme a derecho. Esa es su esencia. Pronto se conocerá el fallo.
Los dos casos más recientes son los de los expresidentes peruanos Pedro Castillo y Martin Vizcarra. Castillo, fue condenado 11 años de prisión por el delito de conspiración para la rebelión, tras el fallido intento de golpe de Estado de 2022. Vizcarra recibió una sentencia de 14 años de cárcel por el delito de cohecho pasivo propio, mientras fue gobernador de la región de Moquegua. Estos dos hechos, se suman en el Perú a una larga lista de expresidentes que cumplen condenas, o se enfrentan a la Justicia, en especial por el delito de corrupción. Buena parte de ellos no concluyeron sus mandatos y fueron destituidos. En la última década, el país tuvo ocho presidentes.
Hace un par de días, en un hecho vergonzoso, Donald Trump anunció el perdón presidencial para el exmandatario hondureño Juan Orlando Hernández, quien el año anterior había sido condenado por la justicia de los Estados Unidos a 45 años de prisión por su asociación con narcotraficantes, de los cuales recibió gigantescos sobornos para permitir que la cocaína llegara al país del norte. Trump dijo que “según muchas personas a quienes respeto profundamente, (Hernández) ha sido tratado con mucha dureza e injusticia”. Lo anterior, fuera de ser una burla para la justicia de su propio país, es una absurda contradicción en la lucha contra las drogas que el ocupante de la Casa Blanca asegura estar llevando a cabo en la región.
Una de las principales amenazas a la democracia, que incide de manera directa en su pérdida de credibilidad, está representada por la corrupción y los altos niveles de impunidad. Su defensa pasa por asegurar la existencia de poderes judiciales independientes, que operen sobre la base de las normas jurídicas y no de los vaivenes políticos. Obrar de manera contraria no hace sino debilitar aún más la democracia liberal y abrir el paso a peligrosos populismos autoritarios.
