Muchos siguen sin entender lo que está pasando en Colombia, perplejos ante los hechos de violencia policial, los disturbios y las protestas. Pero la explicación se resume en una palabra: cólera.
Es decir, la rabia popular ante una crisis social explosiva y dramática. Lo más relevante de las marchas no son los casos de vandalismo o de abuso policial. Lo más relevante es la frustración de un pueblo que no tolera más la ineptitud de sus dirigentes, con un presidente que, en vez de liderar a la nación, corre detrás de quienes protestan, llegando tarde a las zonas de conflicto, tratando de apagar el incendio con soluciones que improvisa, a ver cuál le funciona. Así no se maneja un país y menos uno en crisis.
La pandemia agravó la situación económica y hoy hay 3,6 millones de pobres más que antes. Más del 42 % del país vive en la pobreza y más del 30 % vive en estado de vulnerabilidad. Esto significa que tres cuartas partes del país ya cayeron al abismo o están bordeando el precipicio, y basta apenas una enfermedad o la pérdida del empleo para sumarse a la penuria, la gente sin saber si va a tener con qué comer ese día o el mes entrante. Eso es inaceptable.
El pueblo está exasperado con una clase dirigente que tiene muchos defectos, entre ellos la corrupción y la indolencia, pero el principal es la ineficiencia: la incapacidad de resolver los problemas más urgentes de la nación.
A raíz de la pandemia, Colombia impuso una de las políticas de encierro más severas del continente. Eso agudizó la crisis económica hasta puntos casi insostenibles. Pero todo eso se habría tolerado si al salir del encierro el país hubiera encontrado una política exitosa de vacunación que permitiera regresar a cierta normalidad. No fue el caso. El manejo de las vacunas en Colombia ha sido patético: vacunas negociadas mal y tarde, llegando a cuentagotas, con una lentitud insufrible, pero, eso sí, cada cargamento que llegaba de unas pocas vacunas lo cubrían con la bandera nacional y lo celebraban con bombos y platillos. Una ridiculez que sólo resaltaba la ineptitud de los gobernantes.
Como si eso no bastara, en plena pandemia el Gobierno propuso una reforma tributaria que castigaría principalmente a la clase media, a la vez que contemplaba la opción de comprar aviones de guerra. Ese fue el detonante. Entonces surgieron las protestas, la mayoría pacíficas, pero también con actos de vandalismo, infiltrados terroristas y hechos deplorables de abuso policial. Pero lo que alienta todo eso es una crisis social sin precedentes, con hambre y desesperación. Un polvorín que, ahora que ha estallado, nadie sabe cómo apagar.
Dicen que los países tienen los gobiernos que se merecen. En este caso no es cierto. Colombia no se merece estos líderes sin compasión, tan ineptos para manejar el destino nacional y tan incapaces de atender las necesidades más básicas. Que, en pleno siglo XXI y con un país riquísimo en recursos naturales, tres cuartas partes del pueblo estén pasando hambre o estén asomando a la inminencia del hambre es una vergüenza que deshonra a sus gobernantes. Pero, entretanto, estos echan discursos, prometiendo soluciones que nunca llegan y ni siquiera oyen a quienes sufren. Y después se extrañan cuando la gente, desesperada, sale a marchar. Veremos si estos gritos de cólera los llegarán a oír.