Basta hablar en cualquier contexto público, social o familiar para saber que una de nuestras grandes preocupaciones es la polarización.
No sólo en Colombia. Es un fenómeno mundial. Una encuesta reciente en Estados Unidos reveló que la mayor inquietud de la gente, como es lógico, es la economía. Pero la segunda, más que la inflación, el desempleo, la inmigración o los asaltos a la democracia, es la polarización. La razón es obvia: cuando la sociedad se parte en dos, se rompen los canales de comunicación y se impide el consenso, necesarios para alcanzar metas comunes. Entonces llega la parálisis, la incapacidad de resolver problemas y lograr acuerdos que beneficien el bien común.
Para rematar, en nuestro ambiente electoral se ha agravado el tema. Algunos candidatos no se enfrentan para decir que el otro está equivocado o que se debe derrotar, sino que es un peligro que se debe eliminar. La política se ha vuelto la esgrima de rencores, el endiosamiento de odios, y puede llevar a un baño de sangre.
En este contexto, no ayuda que Gustavo Petro fomente la división y que insulte, desde el podio presidencial, a todo quien discrepa con él. Y la oposición no se queda atrás. María Fernanda Cabal diciendo que su interlocutor tiene cemento en la cabeza; una reina de belleza sugiriendo matar al jefe de Estado; candidatos con la boca llena de balas, y demasiados casos más.
La solución es más sencilla y a la vez más compleja de lo que parece, y es conversar. Pero no para descalificar al otro ni para convencerlo de sus errores, sino para tratar de encontrar puntos en común, temas en los cuales se está de acuerdo. Porque siempre que se hace este ejercicio, sorprende comprobar que esos temas son muchos más y mucho más valiosos, que las tesis políticas por las cuales nos matamos y que envenenan las redes sociales.
Estamos educados a temerle al desacuerdo. Y las últimas tendencias políticas, basadas en la ideología de la queja y la identidad, donde se cree que el que piensa diferente es un enemigo, han imposibilitado el diálogo. Pero no hay que tenerle miedo al desacuerdo, porque la discrepancia puede ser una fuente de riqueza, la forma de descubrir perspectivas que nos desafían, que nos pueden llevar a entrever otros horizontes e ideas nuevas.
Cuando dos personas de orillas políticas opuestas se sientan a dialogar, suelen descubrir los elementos de nuestra humanidad compartida. Claro, al surgir la disputa ideológica se evidencian las diferencias y los abismos que nos separan. Pero con la charla empiezan a aflorar los temas que tenemos en común: la misma tristeza ante la pérdida del ser querido, el mismo miedo ante la toma de conciencia de una enfermedad que acecha, las mismas inquietudes por la suerte y la salud de los hijos, las mismas angustias sobre cómo pagar las cuentas que llegan puntuales y sin piedad. Esas son las cosas que compartimos y que son más importantes y duraderas que las tesis políticas que nos separan.
Lo he dicho antes: nos guste o no, estamos todos metidos en la misma nave del país. Así que, o hablamos para encontrar puntos de acuerdo y remar en la misma dirección, o la polarización nos partirá en dos. Y la historia enseña lo que pasa cuando eso sucede, pues es una de sus mayores lecciones: los países, al igual que las personas, se pueden suicidar.
@JuanCarBotero