Los nombramientos que se hacen en este gobierno no se realizan con base en lo que le conviene a Colombia sino con base en lo que le conviene al presidente.
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Y así nos va.
Nadie puede decir, por ejemplo, que se escogió a Laura Sarabia como canciller porque, después de estudiar la hoja de vida de cientos de aspirantes, se concluyó que esa joven sin experiencia diplomática era la persona idónea para manejar las relaciones internacionales del país.
Igual pasa con Armando Benedetti como ministro del Interior. Más aún, ese nombramiento representa un punto de inflexión en el gobierno de Gustavo Petro: el momento cuando el presidente se descara y pierde toda vergüenza y ni siquiera disimula su afán de gobernar con gente corrupta e indeseable. Pero también es el momento cuando ni se molesta en hacer la farsa de evitar las contradicciones. Porque si hay un rasgo constante en este gobierno es la incoherencia.
El presidente denuncia, iracundo, una “gobernanza paramilitar” en el país, pero al tiempo abraza y nombra como gestor de paz a Salvatore Mancuso, un exparamilitar con un prontuario de más de 20 mil delitos.
El Jefe de Estado, en pañoleta verde, se proclama defensor de la mujer, pero se rodea de machistas que han sido investigados justamente por violentar a las mujeres. Incluso intenta nombrar de embajador a uno de sus amigos cuyos trinos destilan misoginia y un concepto aborrecible de la mujer.
El presidente propone un ambicioso proceso de paz, pero confiesa en una entrevista reciente que fracasó en su sueño de hacer la revolución desde el gobierno. Una frase que invalida el sistema democrático, ya que la revolución, por lo visto, solo es posible mediante la lucha armada y no desde el Estado de Derecho. ¿Ese es el llamado ideal para que los rebeldes dejen las armas?
El presidente, dice, es el defensor de los pobres, pero al tiempo deja a los pobres expuestos al aumento de la violencia y al deterioro del orden público. La mayor inquietud del pueblo en este momento es la inseguridad. Y el auge de los grupos armados ilegales ha afectado, ante todo y como siempre, a los más pobres e inermes.
Petro pontifica sobre la austeridad en el gasto público, pero gasta miles de millones del erario en un concierto que hasta el mismo artista estima innecesario, y en financiar su periódico Vida, que tiene una sola meta: no informar a la población sino alabar al presidente mediante un periodismo servil.
Un presidente no se puede llamar defensor de la juventud a la vez que desmantela el Icetex, acabando con el sueño de un futuro para miles de jóvenes. Que un presidente de izquierda nombre como ministro de Defensa a un militar es un retroceso de más de 30 años de control civil sobre el estamento militar.
¿Cómo habrían reaccionado Gustavo Petro y sus filas de seguidores si un gobierno anterior hubiera hecho una sola de esas cosas? Son fáciles de imaginar las marchas y los debates en el Congreso. Porque todo lo que antes criticaban con tanta rabia e indignación lo han terminado haciendo ellos mismos, y además lo han terminado justificando.
El desenlace de tanta contradicción es evidente: el fracaso del cambio. Porque de ese cambio tantas veces prometido hoy solo queda eso: lo prometido. Sobra mucha ideología y mucho discurso incendiario. Y faltan los resultados.