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La tesis central detrás de gran parte del arte contemporáneo es esta: hoy lo que importa es la idea o el concepto, no la belleza ni la ejecución de la pieza. Por eso se llama Arte Conceptual. Y esta teoría ha librado a los artistas de la tarea más elemental, que es la molestia mínima de aprender a dibujar, esculpir o pintar.
Sin embargo, esa tesis no resiste el menor análisis. Al decir que ahora lo que importa es la idea o el concepto, ¿implica eso que en otros períodos esas cosas no importaban? ¿No eran igual de valiosas y esenciales en otros tiempos, e incluso en todos los tiempos? ¿No había ideas y conceptos en las obras de los maestros de la pintura universal? Cada uno de ellos era autor de un estilo propio y original, y el estilo es la suma de ideas del artista. Pensar, entonces, que los cuadros de Goya, Tiziano, Tintoretto, Velázquez, Rafael, Miguel Ángel o Rubens, para solo mencionar unos pocos, carecían de una elaborada filosofía es inaceptable. Los óleos de estos colosos del arte estaban atiborrados de ideas y conceptos, y a la vez estaban expresados mediante tablas, telas o frescos hermosos que lograban deleitar, conmover, inspirar al espectador y elevarle su espíritu. Eso, por desgracia, no suele suceder con gran parte del arte contemporáneo.
Parecería que la crítica pasó de ser totalmente intolerante y reacia a lo nuevo (como ocurrió durante el inicio del Impresionismo) a totalmente indulgente y complaciente. Por eso hoy cualquier propuesta es considerada arte. Es como si luego del estreno en 1913 de La consagración de la primavera de Ígor Stravinsky, cuando el público y los críticos de París fustigaron la obra sin piedad, se hubiese dado un viraje en la actitud de los analistas del arte. Debido a que después se entendió que ese concierto orquestal –coreografiado por Vaslav Nijinsky para el Ballets Russes del empresario Serguéi Diáguilev– en realidad era una obra maestra de una audacia revolucionaria (pues cambió para siempre la forma que los compositores entenderían la estructura rítmica de la música), hoy nadie desea ser percibido, por las generaciones del futuro, como un ejemplo de esa miopía valorativa, acusado de falto de lucidez, discernimiento o visión.
El hecho es que hoy la crítica carece de criterios, y festeja y entrona las creaciones más banales y efímeras, como si todo tuviera mérito o calidad estética. Así se vio en la exposición del artista mexicano Gabriel Orozco en el MoMA de Nueva York, donde uno de sus montajes era una sala con una caja vacía de zapatos. Y en otra exposición en ese mismo museo, a un visitante se le cayó un guante al suelo y la gente eludía la prenda porque creyó que era una obra de arte. La situación es tan inquietante que el New York Times comparó a Richard Serra, el escultor de las planchas gigantes de metal oxidado, con Miguel Ángel, y hace unos años la compañía que patrocina el Premio Turner de Inglaterra realizó una encuesta entre quinientas autoridades de la cultura en el Reino Unido para determinar cuál había sido la obra de arte más influyente del siglo XX. La pregunta no era fácil, porque entre las candidatas sobresalían pinturas como Guernica de Picasso y La danza de Matisse, entre muchas otras. La ganadora fue Fuente, el orinal de 1917 de Marcel Duchamp.
Y eso, creo, lo dice todo.
