Pronto comenzará el ocaso de la presidencia de Iván Duque, y aunque faltan meses todavía, donde cualquier cosa puede pasar, parece claro que su gobierno pasará a la historia por muchas razones, pero, por desgracia, casi todas son negativas.
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Casi, digo. Hay cosas buenas, claro. Después de un pésimo inicio del manejo de la pandemia y una falta criminal de vacunas al comienzo, ahora Colombia se destaca en ese tema. La economía va por buen camino y el Gobierno ha dado duros golpes a grupos criminales como el Clan del Golfo.
De resto, el Gobierno sobresale por su torpe manejo de las relaciones internacionales (en particular con EE. UU.) y escándalos como el del MinTIC y el asesinato de líderes sociales y ambientales, la violación de menores por soldados de las FF. MM., el bombardeo a un campamento con niños, los abusos durante las marchas, la incendiaria reforma de Carrasquilla, el incumplimiento en Providencia, y tantos más, incluyendo unos menores como el insulto a los escritores en Madrid y la vergüenza del presidente hablando de siete enanitos en la Unesco. Por todo esto, no es casual que Iván Duque tenga una tasa de impopularidad del 70%.
Pero hay otras fallas graves y de secuelas a largo plazo. Este gobierno ha sido incoherente, predicando la lucha contra la corrupción pero premiando, mediante el apoyo obstinado o condecoraciones y nombramientos en cargos apetecidos, a subalternos cuestionados que sólo merecían ser despedidos.
No se discute la honestidad personal de Iván Duque, pero en estos años se ha debilitado la democracia y se han erosionado los órganos de control y vigilancia. Hemos visto el seguimiento a periodistas, el acoso jurídico a opositores del régimen, el intento de censurar la prensa y la falta de garantías electorales en manos del registrador, más artículos aprobados en el Congreso para amordazar a quienes denuncien a un funcionario público. Para rematar, este presidente postuló como fiscal a su amigo personal, al igual que la procuradora y el defensor, y la independencia requerida para ejercer sus cargos fue una burla. Esto es una vergüenza y un verdadero demócrata jamás lo habría hecho.
Pero Iván Duque también pasará a la historia por no ser un estadista. En vez de apoyar el proceso de paz acordado por el Estado de Colombia y promover los acuerdos y su implementación, Duque prefirió restarle impulso y legitimidad y optó por la ambigüedad. La paz con el grupo guerrillero más antiguo del continente no era un mero programa del gobierno anterior ni una simple bandera política. Era, y es, una imperiosa necesidad nacional. No haber entendido eso refleja, más que nada, la falta de grandeza de Iván Duque.
Por último, la gran ironía es que Duque, escogido por Álvaro Uribe, será recordado por haber sepultado al uribismo. Era inevitable. Los partidos políticos que giran en torno a un caudillo sólo toleran seguidores. Ningún caudillo acepta a un segundo que le haga sombra. Y ahora, luego de tantos años en el poder, el uribismo es incapaz de ofrecer nuevas ideas ni una figura fresca. Son los mismos y las mismas, y terminan escogiendo a uno que fue derrotado antes, sin el don de atraer a gente de otras orillas ni de inspirar a nadie. El uribismo acabará enterrado por Iván Duque y ése será su mayor legado a la historia de Colombia.