Hace un año escribí una columna diciendo que la actitud que más se necesita en estos tiempos de polarización ideológica y redes sociales llenas de odio; la actitud más urgente y valiente, incluso la más revolucionaria, es la decencia.
Reconozco que fui ingenuo. No en la tesis, en la cual sigo creyendo y hoy más que nunca. Sino en mi incapacidad de ver hasta qué punto hemos perdido la batalla. Porque lo que estamos viendo ahora, de lado a lado, es todo lo contrario: el triunfo de la indecencia.
Ha ocurrido antes, claro. Pero desde 1945 habíamos aprendido algo elemental y necesario para la convivencia ciudadana: hay cosas que no se hacen. No prohibidas por la ley, sino por algo más eterno y esencial: por los modales y la educación, por un sentido básico de la empatía y de la justicia. Por la decencia.
Pienso que se trata de un viraje cultural reciente, cuando la decencia perdió respeto y prestigio, y comenzó con un episodio preciso. Fue en la campaña electoral del 2015 en Estados Unidos, cuando Donald Trump se burló del periodista Serge Kovaleski y su discapacidad física. Algo tan desalmado jamás lo había hecho una figura pública. Y cuando eso lo hace un candidato presidencial, alguien admirado y emulado, la gente siente que tiene licencia para dar rienda suelta a sus peores instintos, a la bajeza y a la falta de compasión. Y aunque muchos lo criticaron, empezando con la actriz Meryl Streep, muchos otros se rieron y lo aplaudieron. Entonces el límite de lo permitido, lo proscrito por el pudor o la vergüenza, por un mínimo sentido de humanidad, se cruzó para siempre.
A partir de ahí hemos visto una erosión del trato social, de la cortesía y la tolerancia. Y eso nos trae al momento actual, cuando la indecencia es festejada y la decencia vuelta chiste. Quizás el deterioro nace con Trump en Estados Unidos, pero dada la influencia del país en el concierto mundial, hoy es un fenómeno global.
¿En qué se manifiesta? En el auge de la crueldad y de la indiferencia. Cuando la potencia mundial borra de un plumazo la ayuda humanitaria que requieren millones de personas en pobreza extrema en África, y eso es visto como una decisión viril; cuando un presidente acepta feliz un regalo/soborno del tamaño de un jet comercial, y utiliza su cargo para hacer millones en negocios de criptomonedas para él y su familia; cuando prometieron que iban a combatir a las élites y a defender al ciudadano común, y en cambio recortan el acceso a la salud de los más pobres y eliminan programas de asistencia alimenticia como los food stamps, a la vez que le bajan los impuestos a los millonarios para enriquecerse; cuando todo esto sucede y ni siquiera disimulan o maquillan la corrupción y el engaño; cuando lo hacen de frente y con risotadas de descaro, triunfa la indecencia. Cuando el altruismo es visto como cosa de perdedores; cuando miles se burlan de familias humildes separadas en la frontera; cuando se atacan a las universidades y se retiran billones para la investigación médica y científica, y las redadas a inmigrantes se realizan por agentes enmascarados, triunfa la indecencia.
Cuando la nación de Israel, que nace de la barbarie y del Holocausto, somete a la población civil de Gaza a sufrir condiciones inhumanas y utiliza el hambre como arma de guerra, triunfa la indecencia. Y cuando un tirano como Vladímir Putin invade una nación soberana sólo porque puede y porque le da la gana, triunfa la indecencia.
¿Y en Colombia? Cuando tantos se ríen del atentado y ahora asesinato de Miguel Uribe Turbay, también triunfa la indecencia. Y cuando el jefe de gabinete de Gustavo Petro trivializa el magnicidio, comparándolo con el peligro de montar en bicicleta, fomenta la indecencia.
Cuando esta actitud se aplaude y normaliza, crece la malicia y se dificulta la convivencia ciudadana, porque se rompen los cimientos más profundos de la sociedad, los pactos y acuerdos implícitos e invisibles que permiten la civilización. Lo dijo Edmund Burke: “Los modales son más importantes que las leyes”. Asumir con jactancia actitudes que eran inaceptables hace una década nos lleva al abismo. Todo se reduce a recordar algo sencillo pero esencial: hay cosas que no se hacen. Porque los países, como las personas, poseen un alma. Y su calidad, su transparencia u oscuridad, depende de nosotros.
De cada uno de nosotros.
@JuanCarBotero