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Admiro a las personas de fe. Gente motivada por una fuerza interior, guiada por los principios de una religión, dispuesta a alimentar el espíritu y dedicada a practicar la caridad, actuar con bondad y compasión, rezar y adorar a la Divinidad. Son seres generosos, tolerantes y autocríticos, y no se creen los dueños de la verdad. Tienen un libro, para ellos sagrado, pero no lo siguen de manera textual sino como un punto de partida, una referencia espiritual, una ayuda y una luz en medio de las tinieblas de la vida.
Mi desacuerdo es con aquellos que, más que basados en una religión, parecen someter su pensamiento a una teología, una que, para efectos prácticos, piensa por ellos. No conocen la duda. Tienen respuesta para todo, buscan imponer sus creencias en los demás, y asumir una posición crítica frente al mundo es inaceptable, porque la verdad ha sido revelada y sólo ellos la conocen. Esta Verdad es palabra de Dios, está escrita en un libro, y por eso lo siguen al pie de la letra.
Así pasa con varios líderes del Partido Republicano en EE.UU., como Rick Santorum. No es la primera vez que la Biblia se mezcla en la política electoral de ese país, pero ahora el peligro es que un texto religioso determine políticas nacionales. En efecto, Santorum cree en Satanás y piensa que éste está socavando a su país. Rechaza el homosexualismo y el uso de anticonceptivos basado en la Biblia, y su crítica a Obama se debe a que, según él, su agenda no es coherente con el libro sagrado.
Leer la Biblia para guiar la fe, o considerar la Biblia, desde el punto de vista espiritual, como Palabra de Dios, o acudir al Libro como un tesoro de la literatura y una fuente de consuelo es perfectamente válido e inobjetable. Pero seguir la Biblia en forma literal, y considerarla un texto válido para trazar políticas de Estado de una sociedad moderna; un libro o, mejor dicho, una serie de libros iniciados hace unos 3 mil años en el desierto, escritos por más de 40 autores separados por lugares y tiempos remotos (incluso por miles de años); todos varones y falibles e influenciados, de manera ineludible, por los mitos y prejuicios de su época, es insólito.
Sin duda, gran parte de la Biblia gira en torno a valores positivos: amar al prójimo, ejercer la caridad, proteger al pobre, dar al necesitado, etc. Eso no se niega. Pero no hay que olvidar que ahí también leemos mandamientos bárbaros y arcaicos. Por ejemplo: tocar un objeto (¿una billetera, un balón, un par de zapatos?) hecho con piel de cerdo es intolerable (Levítico 11:7). El homosexualismo es una “abominación” (Levítico 18:22). Quien trabaje el día santo de reposo semanal “será castigado con la muerte” (Éxodo 35:2). Es válido adquirir un esclavo, pero sólo usarlo “por seis años; al séptimo será libre” (Éxodo 21:2). Se puede vender a la hija para que sea sierva (Éxodo 21:7). Quien insulte a su padre o madre “será muerto” (Éxodo 21:17). Toda iglesia moderna usa piedra “profana” en su altar, porque ésta ha sido labrada (Éxodo 20:25). Y se matará “a la hechicera” (Éxodo 22:18).
Diseñar las normas de un Estado con base en la Biblia es espeluznante. Y dice mucho del Partido Republicano que uno de sus líderes lo proclame sin pudor. Sólo falta que él decida quién es un hechicero, y que empiece la persecución.
