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A DIFERENCIA DE LO QUE UNOS PIENsan, entre ellos mi amigo, Juan Gabriel Vásquez (como escribió en su columna pasada), no creo que García Márquez repita una fórmula exitosa en sus libros.
Juan Gabriel tiene razón al decir que algunas de sus obras son prescindibles, empezando con la desafortunada novela de las putas tristes. Pero uno de los aspectos más admirables de este autor, a mi juicio, es todo lo contrario: su variedad de tonos y formas. Es decir: su asombrosa riqueza estilística.
No hay duda: García Márquez es conocido en todo el mundo por el realismo mágico. Sin embargo, y aunque pocas veces se diga, las obras que él escribió en ese estilo representan, apenas, una fracción de su vasta producción narrativa.
En efecto, sus primeros cinco libros son de calidad e incluyen una obra maestra: El coronel no tiene quien le escriba. Pero estos son los textos de sus años de formación, escritos a la sombra de sus grandes maestros, y por eso los estilos son tan distintos. Su colección de cuentos, Ojos de perro azul, delata la influencia de Kafka; su primera novela, La hojarasca, delata la de Faulkner, y por primera vez aparece en su obra el trópico, el lenguaje barroco y el humor. Siguen sus libros grabados con la marca de Hemingway, y por eso su prosa cambia de manera drástica, sometida a una concisión ejemplar; aquí hay cuentos magistrales como “La siesta del martes” (cuyo primer párrafo es casi idéntico al inicio del cuento de Hemingway, “A Canary for One”), y estas obras: El coronel, La mala hora y Relato de un naúfrago. El estilo de estos cinco libros, por supuesto, es muy diferente al realismo mágico.
En verdad, lo primero que García Márquez escribió en ese estilo fue Los funerales de la Mama Grande, en 1962. Luego siguieron sus dos novelas cumbres, escritas en el mismo estilo pero con grandes diferencias en los narradores: Cien años de soledad y El otoño del patriarca. Y entre una novela y otra, el libro de cuentos La Cándida Eréndira. No obstante, todo lo que ha escrito después ha sido en otro estilo literario.
En el realismo mágico lo imposible sucede con normalidad, y lo normal está dotado de poderes mágicos. La gente vuela sin asombro, mientras que el hielo y los imanes resultan increíbles. Y ése no es el rasgo distintivo de la docena de libros publicados desde 1975, entre ellos Crónica de una muerte anunciada, El amor en los tiempos del cólera, La aventura de Miguel Littín, El general en su laberinto, Noticia de un secuestro, y Vivir para contarla.
Claro: en cada obra de García Márquez apreciamos su gran imaginación, su prosa musical y sus frases geniales. Pero en ninguno de estos últimos títulos la magia resulta cotidiana. Apenas hay pinceladas del estilo previo en algunos textos, como el final de El amor en los tiempos del cólera, o la cabellera de la niña en Del amor y otros demonios, o un par de momentos en Crónica. Pero la estructura de estas novelas gira en torno a un estilo diferente, marcado más por el realismo que por la magia. Lo cual es admirable, porque luego de crear su famoso estilo habría sido válido que García Márquez escribiera sus siguientes libros en la misma forma. En cambio, él cerró la puerta tras su gran hallazgo, y aun así siguió escribiendo gran literatura.
Es extraño nuestro anhelo, tan moderno, que los artistas cambien de estilo. Unos lo hacen, pero la mayoría no, y no por ello los criticamos. ¿Acaso decimos que Kafka, Balzac, Faulkner, Borges o Poe son repetitivos? Varían sus historias, los naradores, los personajes, los tiempos y escenarios, pero basta leer una página de cualquiera de sus libros para saborear su sello inconfundible. Y a pesar de sus muchos cambios, ese sello es, en última instancia, su estilo narrativo. En fin, para seguir argumentando la importancia de García Márquez, hay que agregar este factor: su riqueza estilística. Aunque no siempre se reconozca.
