La historia reciente de Colombia está bañada en sangre como pocas otras de la modernidad.
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La historia reciente de Colombia está bañada en sangre como pocas otras de la modernidad.
Pocos países, en efecto, han sufrido una barbarie comparable. Porque a pesar de todos los ataques terroristas que han sacudido el mundo actual (bombas en aeropuertos y en conciertos de música popular, explosiones en estaciones de metro y asaltos en hoteles de lujo, más atentados en calles peatonales y templos religiosos), que atrapan la atención del público mediante titulares de noticieros, diarios y revistas, lo cierto es que ese tipo de delito atroz, para el asombro de muchos, se ha reducido con el progreso de la humanidad de manera innegable.
Hasta la primera mitad del siglo XX, y en gran parte debido a las dos guerras mundiales, la violencia había sido una de las mayores causas de muertes en el globo. Pero en la actualidad, por ejemplo en muchos países europeos, la posibilidad de morir en forma violenta es algo tan insólito como fallecer por caerse de un árbol. Varios estudios lo demuestran, entre ellos el de Our World in Data, con datos de la Universidad de Oxford, que muestra la diferencia entre las causas reales de muertes en un país como EE. UU. y la percepción pública del problema debido al cubrimiento informativo. Mientras que la suma total de víctimas fatales por actos terroristas, homicidios y suicidios corresponde a menos del 3 % de todas las muertes que suceden allí cada año, esos hechos violentos reciben el 70 % del cubrimiento en los medios de comunicación. Y no sólo en los tabloides más amarillistas sino en los diarios más respetados, como The New York Times y The Guardian en Londres. De ahí la impresión general de que ese país naufraga en un mar de sangre. Pero esa percepción no corresponde a los hechos.
Esos estudios apuntan a una triste conclusión: en muchos lugares del planeta, cada vez en mayor número y a pesar de sus propios problemas, los horrores que en Colombia se viven a diario (y en especial los que se vivieron entre 1980 y 2010) son casi impensables. El pasado remoto de todos los países es igual de bárbaro, sin duda, pero hoy los países más avanzados son también más pacíficos, y por ello nuestras atrocidades —como secuestros, matanzas, sicarios, asaltos a poblaciones, bombas en oleoductos, destrucción de puentes y torres de energía, homicidios, magnicidios, carros bomba, burros bomba, collares bomba, niños bomba, minas quiebrapatas, reclutamiento forzoso de menores de edad, violaciones de todas las edades, grupos guerrilleros, fuerzas paramilitares, bandas criminales, delincuentes comunes, narcos feroces, un tráfico ilegal de drogas que envilece cada sector de la sociedad, más falsos positivos, torturas con sopletes, reyertas con machetes y mutilaciones con motosierras— son casi inexistentes en esos lugares.
Por eso lacera que muchos culpables de estos horrores no han respondido como debe ser. Las Farc tienen el descaro de negar haber reclutado a menores de edad, y varios paramilitares en EE. UU. siguen sin reparar a sus víctimas con la verdad. Mancuso, incluso, busca su traslado a Italia para disfrutar un retiro de lujo.
Hemos progresado y se han reducido las muertes violentas en el país. Pero en promedio todavía sufrimos una masacre cada semana y lideramos el mundo en asesinatos de ambientalistas, indígenas y líderes sociales. Falta mucho, entonces. Demasiado.