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Linchamientos y presidentes

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Juan Carlos Botero
08 de noviembre de 2008 - 12:51 a. m.
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ENTRE 1882 Y 1968, HUBO 4.752 LINchamientos en los Estados Unidos. Personas de piel negra eran atacadas por tumultos enardecidos de blancos que, espoleados por rumores o infundios, arrastraban a sus víctimas a la calle en donde eran sometidas a las peores atrocidades.

Muchas veces los apresados tenían 14 años o menos, y eran quemados vivos mientras la multitud celebraba su agonía. En una tarjeta postal de 1916, en Waco, Texas, vemos los restos de Jesse Washington, un joven de 17 años, retrasado mental, que fue acusado de violar a una mujer blanca. Lo castraron, le cortaron las orejas y las manos, y luego lo incendiaron. La multitud, que incluía al alcalde del pueblo, posa sonriente junto al cadáver mutilado y carbonizado de Washington, y en el revés de la tarjeta se lee la erizante frase: “Esta es la barbacoa que tuvimos anoche… Tu hijo, Joe”.

Aunque parezca increíble, los linchamientos nunca fueron prohibidos en los Estados Unidos. Por eso, en junio de 2005, el Senado pidió disculpas públicas por no haber pasado una ley que prohibiera esos actos salvajes. Más aún, luego del Acta de los Derechos Civiles de 1964, la que prohibía la discriminación racial de cualquier persona en teatros, restaurantes y hoteles, los linchamientos siguieron en el sur del país. Incluso el último incidente fue más reciente de lo que la gente imagina. En 1981, Michael Donald, de 19 años, fue escogido al azar por Henry Hays y James Knowles, quienes lo lincharon. La madre de Michael, Beulah Mae Donald, acusó a la organización Ku Klux Klan (creada en 1865, el mismo año que se prohibió la esclavitud en el país y un mes después del asesinato de Lincoln) de haber matado a su hijo. Ella ganó el juicio, lo que llevó a que se desmantelara la KKK, y mientras Knowles fue condenado a cadena perpetua, Hays fue sentenciado a muerte y ejecutado en 1997.

 No hay duda: la lucha por la igualdad y la tolerancia ha sido lenta y ardua. El linchamiento de Michael Donald ocurrió hace sólo 27 años, y aunque Martin Luther King ganó el Premio Nobel de la Paz en 1964, cuatro años después fue asesinado. Y no olvidemos que la nueva primera dama, Michelle Obama, desciende de esclavos. Su antepasado, Jim Robinson, vivió y murió como esclavo en las plantaciones de Georgetown, en Carolina del Sur.

Entonces, ¿podemos decir que el triunfo de Obama es el fin del racismo en este país? No. Pero sí significa dos cosas igual de importantes. La primera: el fin a los límites en las aspiraciones. Es difícil aspirar a lo que nunca se ha visto o lo que no parece posible. Pero ahora cada niño ha visto a un negro ganar las elecciones presidenciales de la mayor potencia del mundo. Es decir: ya no habrá profesiones prohibidas, más allá del alcance de la persona, a causa de un motivo tan ridículo como el color de su piel. Y la segunda: es el entierro de las tesis racistas. El hombre es un animal racional, y siempre ha elaborado teorías para justificar su odio y desprecio por quienes son, en su opinión, diferentes. Muchos crecimos oyendo en la calle expresiones racistas, de gente que piensa que los negros son distintos e inferiores. Son tesis absurdas y miles aún las defienden, pero no importa. Pronto los niños verán a Obama viviendo en la Casa Blanca con su familia. Ante esa imagen contundente, no hay tesis racista que valga, y ya nadie podrá justificar la desigualdad. La retórica del odio y la intolerancia, la semilla de tanta violencia en el mundo, está llegando a su fin. Sólo podemos decir: ojalá.

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