Son claras las secuelas que dejaron 40 días de protestas en Colombia. Un saldo trágico de muertos, violaciones, torturas y desaparecidos; costos económicos, físicos y sociales que dejaron bloqueos y actos de vandalismo; la interrupción en el suministro de combustible, materia prima, alimentos, servicios y ambulancias, y el aumento de contagios y hospitalizaciones debido al COVID-19. Nada de eso se discute.
Sin embargo, aunque es difícil hablar de consecuencias positivas, sí se pueden mencionar resultados instructivos que dejó el paro, que iluminan y aportan luces a la problemática nacional.
Primero: el paro destapó el fracaso del modelo económico del país. A pesar de todos sus frutos y beneficios, nuestra economía está estructurada de una manera que fomenta la desigualdad y la injusticia social. Si el resultado de décadas de crecimiento es que ciertos sectores, como el financiero, están riquísimos, mientras que la mayor parte del país está pobrísimo, eso refleja un fracaso esencial del Estado y de su modelo económico. El paro y la cólera popular que lo animó lo denunciaron.
Segundo: el paro reveló la hondura de la crisis social y el tamaño de la inconformidad que existen en Colombia. La toma de conciencia de la pobreza nacional y de la población que vive en estado de vulnerabilidad, que juntas constituyen tres cuartas partes del país, unida al detonante de la desatinada reforma tributaria propuesta por el Gobierno evidenciaron la magnitud del reto social que persiste en Colombia y de lo mucho que falta por construir una sociedad más justa y equitativa.
Tercero: el paro sirvió para refrescar una verdad incómoda: que la línea que separa el orden del caos es muy fina y frágil. Vivimos confiados en que la barbarie ha quedado atrás, que es un lastre del pasado y que la sociedad moderna, pujante y capitalista ha superado los males de culturas anteriores. Todo eso es falso. Justamente los excesos del capitalismo y el fracaso del Estado para limitarlos en aras de crear condiciones más justas y humanas borraron la línea entre el orden y el caos. De pronto, de la noche a la mañana, pasamos de vivir en sociedad de manera civilizada a huir corriendo en medio del miedo, la violencia y la barbarie.
Cuarto: el paro mostró, de modo brutal, que a pesar de todo el bien que aportan las fuerzas del orden, sus abusos no se han acabado. Que el paramilitarismo sigue vivo entre nosotros, que las autodefensas siguen activas y que se necesita muy poco para que asomen la cabeza, desatando toda clase de horrores. También hemos visto que seguimos vulnerables a fuerzas enemigas y soterradas, nacionales y extranjeras, que con gusto fomentan la confusión y el desorden.
Pero lo más importante es que el paro ha revelado, en forma innegable, lo violenta que sigue siendo Colombia. Eso ha sido lo más triste. Pero también, pese a la polarización y a los desmanes, las marchas unieron al país como pocas veces antes. Gente totalmente desconocida ha marchado hombro con hombro, de manera pacífica, para promover un nuevo concepto del país y para exigir mayor justicia y equidad. Ha salido a relucir, otra vez, nuestro espíritu inquebrantable y eso ha sido lo mejor. Colombia ha vivido muchas horas negras y siempre las ha superado. Esperemos que ahora lo vuelva a hacer.