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Hay una imagen que me persigue. Un recuerdo que no logro sacar de mi cabeza. Ocurrió durante el gobierno de Iván Duque, en medio de las duras protestas del 2021, cuando los agentes del ESMAD, el escuadrón móvil antidisturbios de la policía, equipados con traje de protección como una armadura moderna y negra, cascos de choque y viseras de plástico con rejillas de acero, dotados de bastón tonfa, escudo antimotines, gases lacrimógenos y fusiles con peligrosa munición de goma compacta, se enfrentaban a la población enardecida. En uno de esos asaltos, un grupo de madres indígenas, con sus críos de meses atados a la espalda con telas de colores, recogían piedras del suelo y se las tiraban a la policía.
Algunos juzgarán a esas mujeres y dirán que son criminales. Vándalas. Delincuentes ignorantes. Que bajo ninguna circunstancia se puede tolerar un ataque a la autoridad. No lo sé. No sé si eso es del todo cierto, o si es cierto siempre. Quizás hay momentos excepcionales. Quizás hay factores atenuantes. Prefiero no juzgar y más bien entender. Porque algo me dice que en esa escena que vi hay un mensaje importante que nos urge descifrar.
Una ventaja de ser escritor es que puedes imaginar lo invisible, concebir aquello que no llegas a ver. Y me imagino lo que esas mujeres habrán vivido a lo largo de los años, las muchas ocasiones anteriores cuando se enfrentaron a las fuerzas del orden que se disponían a moverlas, desalojarlas, quitarles el abrigo de su hogar, a menudo improvisado. Los atropellos y empujones, las patadas y golpizas, y quizás hasta las violaciones. En suma todo lo que se requiere, acumulado durante años, para generar un odio de ese tamaño. Una cólera volcánica. La rabia atragantada para que una mujer, madre de familia, con su pequeño hijo atado al lomo, expuesto al peligro de recibir un balazo de goma como un proyectil letal, recoja y tire piedras, sin protección alguna, contra tropas armadas hasta los dientes y guarnecidas con indumentaria antidisturbios.
Me pregunto qué cosas habrán vivido esas mujeres para llegar a ese extremo. Para tener esa ira en carne viva. Y me imagino lo que yo tendría que haber vivido para exponer a mis propias hijas a ese peligro, para tener a una de ellas, cuando era apenas una bebé de meses o pocos años, sujeta a mi espalda, y aun así arrojarme a combatir a la policía, enfrentarme a las autoridades y tirarles piedras.
Los invito a que hagan ese ejercicio. Quienes tienen hijos, que recuerden cuando sus propias criaturas eran infantes y se imaginen lo que cada uno habrá tenido que vivir; el calibre de abusos, golpes, humillaciones y frustraciones, violencias de todo orden, no solo para enfrentarse a los temibles agentes del orden, sino para hacerlo con sus hijos amarrados al lomo. Y la respuesta tiene que ser escalofriante.
Repito: algo me dice que aquí hay un mensaje que debemos descifrar. Uno importante. Porque aunque trate y trate no logro sacarme esa imagen de la cabeza, pero enseguida algo me dice que no lo debo hacer. Que no la debo olvidar. Nunca. Que ningún colombiano la debe ignorar. Que hay páginas que no se deben pasar. Que se trata de una verdad, dura y cruda como tantas de la condición humana, que cada uno de nosotros debe aprender. O al menos imaginar. Porque es algo esencial. Y es escalofriante.
