Las redes sociales tienen mucho de bueno: comunicación instantánea, contacto con amigos del pasado, enterarse de noticias y opiniones interesantes que, de otra forma, no sería posible. Pero también tienen mucho de malo: culto a la imagen física irrealista, ejemplos negativos para jóvenes, noticias falsas y opiniones llenas de odio.
Otro daño colateral es la idea de que toda persona puede ser famosa, una estrella. Merecedora del interés de miles de fulanos remotos y desconocidos. Y eso trae consigo un problema, o mejor, un reto. ¿Cómo llamar la atención? ¿Cómo hacer que la gente se fije en ti? ¿Cómo competir por el interés de otros, y más cuando hay miles en las mismas y cuando tantos son más bellos, exitosos o brillantes?
Hay, por lo general, dos formas de llamar la atención. Una es positiva: sobresalir en tu campo, logrando cosas útiles y admirables, diciendo frases sabias o haciendo grandes aportes a la humanidad. Otra es negativa: posando de víctima.
Claro, muchas víctimas realmente lo son. Personas ultrajadas, cuyos derechos han sido pisoteados, mujeres violadas y abusadas, millones desplazados de sus hogares, otros acosados por déspotas y niños masacrados. Pero también hemos banalizado el estatus de víctima, porque muchos no lo son. Gente que brinca ante la oportunidad de mostrar sus heridas, porque eso se traduce en atención mediática. Mírenme, parecen decir. Fíjense en mí. Préstenme atención. Y así reciben, por unos segundos, luces y micrófonos. Declararse víctima de un agravio, así no sea real, es la forma más fácil de llamar la atención.
Hoy muchos son hipersensibles. Nuestra cultura se está volviendo delicada en exceso. Cualquier frase puede herir y la persona dolida saltará para decir: me han ofendido. Y así tendrá la atención deseada.
Hace poco Maureen Dowd en el New York Times recordó el caso de James Carville, uno de los analistas políticos más lúcidos de la actualidad. En su clase universitaria, hubo un motivo para celebrar, y alguien propuso destapar una botella de champaña. Al ver que el joven no lo sabía hacer, Carville dijo en broma: “Ustedes no saldrán de mi clase sin aprender cómo abrir una botella de champaña”. Entonces procedió a hacerlo, y el corcho no estalló de la botella, que es un peligro, sino que emergió con apenas un suspiro. Así debe sonar, sonrió Carville. “Como el gemido de una mujer complacida”. ¿Resultado? Hasta ahí llegó su vida de profesor. Una joven se declaró ofendida por la frase, hubo un juicio académico y al final el analista tuvo que dejar la universidad. En suma, cientos de estudiantes se perderán de aprender de uno de los politólogos más destacados por un comentario tan inocuo. ¿De mal gusto o indecoroso? Quizás. Pero no para que alguien de este calibre renuncie a la docencia.
Atención: estamos creando una cultura frágil, de cáscaras de huevo, donde la frase más tonta puede tener efectos devastadores. Y lo malo es que una cultura así no prepara a los muchachos para la realidad: un campo minado que se debe cruzar con cautela y donde los fusiles acechan con miras telescópicas. Se necesita pellejo para sobrevivir en este mundo. Pero si la trampa de las redes, para llamar la atención, es crear una sociedad de víctimas, estaremos expuestos y vulnerables, y con un punto rojo apuntándonos a la frente.