¿Qué sucede cuando la mentira no se duda o refuta? Gana el juego. O sea, se confunde con la verdad. Así triunfa la mentira, cuando se acepta por miopía o se recibe con un bostezo. Y es imposible que una sociedad trace bien su destino con base en información falsa. ¿Ejemplo? Alemania, 1933.
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Ese es el caso de Trump. Toda su campaña se basó en mentiras. Falsedades acerca del precio de la comida, crímenes cometidos por inmigrantes, matanzas de mascotas por ilegales que vienen a “robar tu trabajo”, desempleo en alza, inflación sin freno y salarios en picada. Nada de eso era verdad. Y el hecho de que Trump haya ganado las elecciones, como señaló hace poco el premio Nobel de economía Paul Krugman, no significa que esas cosas hayan sido ciertas.
La mentira, donde exista, se debe señalar y combatir. Desenmascarar. Rechazar como falsa, incorrecta, distorsionada. Que no es verdad. Porque la mentira vence si quien la oye la acepta sin protestar, por credulidad o indiferencia.
Igual pasa con Gustavo Petro. Sus promesas delirantes son mentiras. El tren bala de La Guajira, otro para unir el Chocó con Barranquilla, y otro que costará 22 billones para conectar el Océano Pacífico con el Atlántico; la derrota del ELN en tres meses y si no se logra “que me tumben”; la Paz Total para eliminar a todos los grupos insurgentes. Ninguna de esas promesas se han cumplido, y se sabía de antemano que no se podían cumplir. Por ser mentiras.
Y hay muchas más. No, no todo el que piense distinto al presidente es un nazi. No, el consejo de ministros del 4 de febrero no fue un acto de transparencia ni un ejercicio democrático, sino un rotundo fracaso que reveló la falta de liderazgo del Jefe de Estado y las rencillas entre sus funcionarios. No, Armando Benedetti no es un amigo leal sino un personaje tenebroso, repudiado por todo el gabinete presidencial (compuesto por quienes más lo conocen), famoso por violentar a las mujeres. Y no, lo siento mucho, pero Daniel Mendoza no es Bertolucci.
Y hay demasiadas más. Crear un ministerio para reducir la desigualdad es otra gran mentira. Porque la desigualdad no se combate a través de un ministerio sino mediante políticas económicas que conduzcan a reducir la brecha de inequidad, que en Colombia es abismal. Y más si esa entidad ni siquiera ejecuta el 2 % de su presupuesto. Al igual, por cierto, que los demás ministerios que, a pesar de las hurras, el mismo presidente reconoce que su ejecución está lejos de las metas. Sean honestos: el verdadero objetivo de ese ministerio es político: inflar la burocracia y la base electoral del Pacto Histórico. Es decir: mentira.
Tenemos la obligación de denunciar cada engaño y falsedad. Porque no existen mentiras pequeñas o inofensivas. Todas hacen daño y todas corroen el alma de la gente y los pilares de la sociedad. Y solo si protestamos cuando nos mienten en la cara podremos exigirles a estos clientelistas, que posan de líderes, que nos digan la verdad para entonces, y sólo entonces, tomar decisiones acertadas. Porque una cosa es que el mentiroso mienta, pero si se aceptan sus engaños con una encogida de hombros, la culpa es nuestra. Y perdemos el derecho a la queja.
Lo dije antes. ¿Qué sucede cuando la mentira no se duda o refuta? Gana el juego.
El problema es que la suerte del país no es un juego.