La crisis de Colombia tiene muchos culpables, pero el más culpable de todos es la pequeñez de nuestra clase política.
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La crisis de Colombia tiene muchos culpables, pero el más culpable de todos es la pequeñez de nuestra clase política.
Mientras corre el reloj y la pobreza crece a niveles aberrantes, las figuras de la política nacional viven enfrascadas en pequeñas luchas internas, cultivando odios y rencores, poniéndose trampas y zancadillas, festejando los tropiezos y las caídas. Luego planean venganzas, aplicando otra vuelta de tuerca a sus odios y rencores, y demostrando, de paso, su falta de grandeza para estar a la altura del desafío histórico que estamos viviendo.
¿Hace cuánto estamos polarizados, soportando la pelea entre Santos y Uribe, y la pregunta de quién traicionó a quién, y si el Nobel era merecido o no? ¿La pelea entre la derecha y la izquierda, entre Uribe y Petro, entre la Cabal y Bolívar, y toda la minucia que rodea a la clase política, mientras el país avanza a galope hacia el abismo?
Es todo muy chiquito. Una clase política obsesionada con pequeñeces. Pendiente de encuestas y tasas de popularidad. Que sufre con el auge de la imagen negativa y las cifras de sus rivales. Que sólo busca al pueblo cuando quiere su voto y es incapaz de ver —mucho menos de combatir— la pobreza, la corrupción, la desigualdad y la ineptitud, como se aprecia en los fiascos de Providencia, el COVID-19 y las vacunas.
Mientras tanto, van 42 masacres este año. Y en plena pandemia, Colombia fue uno de los países que más compraron armas de guerra. Lindas prioridades. Entonces, cuando estalla la crisis social y la gente no soporta más y sale a gritar del hambre, del encierro y de la rabia, la clase política se mira entre sí, extrañada, acusa a extranjeros y luego regresa a sus cálculos para ver cómo esta crisis la va a beneficiar y va a perjudicar a sus rivales.
Claro, hemos tenido políticos que pensaron en grande, que intentaron modernizar el país y volver nuestra democracia más justa y participativa. Pero ahora, cuando la clase política propone una solución, es tan mínima y cortoplacista como su falta de grandeza. Ante la crisis de la educación, propone un solo semestre gratuito de universidad. Ante la urgencia de reformar la Policía, se regodea en el cambio de color de sus uniformes. Y cuando llega una entidad como la CIDH, la canciller le dice que el país lleva semanas sufriendo violencia “sin razón”, como si el estallido de cólera popular por el hambre y la miseria no fuera razón de sobra.
El país necesita, como nunca, grandes ideas y propuestas audaces. Rostros frescos y sangre nueva llena de energía y optimismo. ¿Pero qué nos ofrecen? Partidos obsoletos, ideas rancias y caras viejas crispadas de odio, más interesadas en saldar cuentas pendientes que salvar el país.
La tragedia de Colombia es esta: cuando más necesitamos de lucidez y grandeza, de capacidad visionaria para ofrecer salidas a los enormes retos del país, es cuando nuestra clase política más parece liliputiense en su visión, dominada por rencillas mezquinas. Necesitamos gigantes. En cambio, tenemos enanos rabiosos, incapaces de ver más allá de sus narices. Pero después, cuando todo se vaya al carajo, ellos se acusarán entre sí y ninguno asumirá su cuota de culpa por haber destruido un país tan hermoso. Bueno, a lo mejor entonces aprenderán la lección. A fin de cuentas, las ruinas son fértiles en enseñanzas.