Las preguntas en torno a las protestas en Colombia están erradas. La gente no se explica estas marchas callejeras, se pregunta qué se busca a través de las mismas y discute acerca de la validez de las peticiones hechas al Gobierno, o si se derivan de las protestas en otros países de América Latina, o si están infiltradas por agentes extranjeros que incitan al desorden, o si sólo son excusas para el vandalismo. La pregunta, en realidad, debería de ser otra: ¿por qué no ha habido más protestas antes?
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En el año 2004, Colombia cerró dos décadas de una violencia colosal. Cuando Pablo Escobar asesinó a Rodrigo Lara Bonilla, en 1984, se produjo un cambio cualitativo en el fenómeno del narcotráfico. Hasta entonces la mafia en Colombia era vista como un conjunto de criminales con gustos estrafalarios. Sin embargo, con el magnicidio del ministro de Justicia, el narcotráfico se convirtió en una amenaza institucional, un peligro para la democracia, y esa batalla (de las más feroces y sangrientas de nuestra historia) casi la pierde el Estado colombiano.
A partir de entonces siguieron 20 años de una violencia demencial. Los asesinatos fruto de la delincuencia común, la guerrilla, el paramilitarismo y el narcotráfico llevaron a que Colombia fuera la líder de muertes violentas en el mundo. Mataron a cuatro candidatos presidenciales en una sola elección; periodistas, jueces, policías, soldados y civiles fueron asesinados a diario, y el país parecía una fábrica de viudas y huérfanos. Se dispararon los secuestros, los atentados a poblaciones, las masacres y las bombas, y un partido político completo, la Unión Patriótica, fue eliminado a bala.
Aun así, ¿cuántas marchas nacionales de protesta contra la violencia hubo en esos años? Muy pocas. Dada la dimensión de la barbarie, era desalentador comprobar la inacción del pueblo colombiano. Y más al compararla con otros países. En Francia casi todos los sectores de la sociedad se organizan para marchar por las calles y defender sus intereses, protestando por esto o aquello. Y en España, cuando el grupo terrorista ETA asesinaba a un ciudadano, la gente se tomaba las calles para repudiar el crimen, con cientos de miles de personas rechazando el acto infame. De modo que nuestra falta de acción ha sido, como mínimo, desconcertante.
Por eso es saludable que la gente proteste para enderezar lo que está torcido. Y en Colombia hay motivos de sobra para protestar. Hay demasiada desigualdad en el país, y aunque la violencia ha caído, ésta sigue desbocada, pues están matando a un líder social al día, y 17 personas están siendo asesinadas, cada día, por sicarios. La corrupción desanima a la población, y la verdad es que la democracia, de lejos la mejor forma de gobierno en el mundo, ha fallado en muchos países en su tarea esencial: resolver los problemas tangibles de la gente. De poco sirve que la inversión extranjera o que el crecimiento económico estén en aumento si la desigualdad elimina lo ganado y si la ciudadanía no lo siente en carne propia.
De acuerdo, el vandalismo es inadmisible. Y que unos líderes usen las marchas para hacer política, también. Pero el espíritu de un pueblo que está dispuesto a exigir cambios para lograr la justicia y la equidad es bienvenido, y quizás eso es lo más relevante de estas marchas.