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A primera vista, Gustavo Petro y Donald Trump son muy distintos. Pertenecen a mundos, culturas, ideologías y orígenes diferentes y hasta opuestos, pero en su forma de gobernar no pueden ser más parecidos. Los dos son egocéntricos que les gusta mandar, pero no gobernar. Prefieren jugar al golf o echar discursos incendiarios antes de trabajar con disciplina. Ambos amenazan a diario, en términos indignos en un presidente, ya sea para perseguir a rivales o para producir rupturas con los contrapesos del Estado. A ninguno les importa rodearse de gente inmoral o incompetente. Lo que esperan de sus funcionarios es que sean serviles. Su inexperiencia laboral, ineptitud o desprecio por las mujeres son irrelevantes: solo vale que se sepan postrar de rodillas.
Acuden a sus bases y las saben movilizar para imponer sus intereses, ya sea para negar el resultado de unas elecciones o sortear las tareas del Congreso. Ambos son ignorantes de las relaciones internacionales y simpatizan con dictadores como Putin. Los dos actúan como si las normas del Estado de derecho, las cortes, la prensa y la oposición fueran enemigos o molestias menores. Y ambos creen defender al ciudadano pobre, a quien deben proteger de élites criminales, y no importa si el gringo es el mayor elitista del mundo, ni que el colombiano gestione en contra de quienes representa. La incoherencia es su rasgo distintivo.
Trump y Petro son idénticos, en efecto. Ambos hacen lo que criticaron en otros, como gobernar con corruptos y llenar el pantano que juraron limpiar. Los dos se ufanan de promesas incumplidas, como el muro con México o el agua en La Guajira y, cuando las incumplen, culpan a otros. Eso es típico: la absoluta falta de autocrítica. Y también la absoluta falta de empatía por los pueblos que dicen servir. Petro es capaz de destruir el sistema de salud nacional con tal de imponer una ideología obsoleta, y Trump es capaz de destruir los programas de asistencia a los más pobres con tal de recortarle los impuestos a los más ricos.
Ambos se creen mártires e inventan conspiraciones lunáticas para evitar la responsabilidad por sus fracasos. Y si en la oposición ofrecían miles de soluciones mágicas para todos los problemas, una vez en el gobierno ofrecen miles de disculpas para explicar la falta de resultados.
Son expertos en crear cortinas de humo y usan la misma estrategia: polemizar a diario y controlar la polémica para que la ciudadanía se desgaste en debates estériles que duran 24 horas, como el tren bala o anexar Canadá. Ambos tienen el mismo concepto de quienes los critican: no son voces contrarias que se deben respetar, o al menos tolerar, sino que son criminales que hay que señalar y perseguir.
Ambos fustigan a sus predecesores para justificar sus locuras, y acuden a etiquetas fáciles para descalificar a sus enemigos: ya sean nazis y esclavistas, o liberales y woke. No vacilan en acabar con lo que funciona para imponer una agenda contraria al sentido común. Y los dos generan caos al gobernar, ya sea en forma deliberada o por ineptos, y ninguno es capaz de admitir un error.
Por último, ambos son hombres inmaduros con ambiciones dictatoriales: el deseo insaciable de ser aclamados por todo el planeta. Porque tienen egos frágiles, y el mundo entero debe pagar el precio por su infantilismo.
