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Colombia se parece a Bogotá. Vive en obra negra.
No es así en otros lugares. Claro, toda nación y toda ciudad existen en permanente estado de evolución y crecimiento. No lo niego. Pero muchos países y muchas capitales están, en gran medida, bastante desarrollados. Hechos y completos. Al menos lo suficiente para que la población exista con cierta normalidad, con puntos de referencia fijos, familiares y confiables, que proporcionan la necesaria estabilidad cotidiana, y tanto física como emocional.
También es verdad que en todo país y en toda ciudad hay, aquí y allá, proyectos en marcha, obras y trabajos de renovación y reparación. Pero estos son ocasionales y aislados. De mantenimiento. La obra no es la norma sino la excepción. Bogotá, en cambio, vive en obra negra, con megaproyectos de reconstrucción que siempre lucen inconclusos y con obras faraónicas que siempre están pendientes. Que se están haciendo o se van a hacer. Y cuando una de esas obras finalmente se concluye, después de años de comienzos, tropiezos y retrasos, al poco se anuncia que quedó mal hecha y hay que rehacerla o corregirla o empezarla de nuevo. Entre tanto, la ciudadanía sufre el ruido y vive entre taladros, excavadoras y montículos de arena, soñando con tener, algún día, su capital lista para estrenar.
Igual pasa con Colombia. El país nunca está medianamente hecho. Siempre está en proceso de hacerse, a punto de iniciar lo más básico. Y al igual que cada alcalde que llega y encuentra el desastre y siente que debe capotear lo más urgente, así pasa con cada presidente que se posesiona y siente que debe inventar la rueda. Y eso que tenemos, por suerte, una de las Cartas más avanzadas y progresistas del continente, que proporciona un sólido marco constitucional.
Aun así, en Colombia lo fundamental jamás se concreta por fin y para siempre. Por eso todo presidente anuncia grandes cambios en cada rama del Estado. La Justicia siempre toca reformarla. Igual pasa con la Salud. Con la pertenencia de la tierra. Con las relaciones diplomáticas. Con las finanzas, y por eso cada gobierno presenta sus reformas tributarias. Vivimos declarándole la guerra a las drogas, a la corrupción y a la delincuencia como si fuera la primera vez, y ensayando fórmulas para erradicar, ahora sí, la pobreza absoluta. Siempre toca inventar la paz de cero, por enésima vez. Y sin falta hay que empezar por lo más obvio: a no matarnos. Se vive con la sensación de que el país no avanza porque ni siquiera ha nacido del todo, a existir plenamente, para después crecer en un sentido u otro. Siempre estamos a punto de crear la nación, de ordenar todas las piezas para que Colombia, por fin, arranque a madurar. Mejor dicho, nunca salimos de la sala de partos.
Entre tanto, los habitantes de Bogotá sueñan con su ciudad relativamente concluida, en donde se podrá vivir en paz y sin tener que conducir serpenteando entre obras inconclusas y letreros de trabajos en marcha, y sin tener que caminar sorteando escombros y trozos de asfalto. Y los habitantes de Colombia compartimos el mismo sueño: que algún día tendremos un país finalmente listo, que se podrá mejorar en un aspecto u otro, claro, pero con lo básico e indispensable, como mínimo, hecho. Bien hecho.
Pero no. La ciudad vive en obra negra. Y el país también. Y es infame.