Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Seamos honestos: a los progresistas se les fue la mano.
Durante años defendieron políticas de la queja y de la identidad, y su ideología woke llegó a extremos violentos y fanáticos. Con las mejores intenciones, espoleados por el afán de fomentar la diversidad, la inclusión y la tolerancia, terminaron de ayatolas de su causa y traicionaron sus propios mandamientos, practicando la intolerancia y la exclusión. Quien no comulgaba con sus tesis era un racista. Quien no aplaudía, y además con entusiasmo, que un menor de edad eligiera su propio sexo, sin la madurez ni los criterios para hacerlo, era un reaccionario. Quien no cambiaba, de la noche a la mañana, su manera de pensar, hablar y escribir; y quien no apoyaba la cancelación de figuras públicas y no se ubicaba del lado “correcto” del tema palestino, era un fascista. El desenlace, en particular en Estados Unidos, fue un coletazo de rechazo e indignación de quienes se sintieron ofendidos por las acusaciones, y de quienes no estaban dispuestos a dar esos cambios culturales tan veloces y drásticos. El resultado fue el triunfo electoral de Donald Trump.
Sin embargo, la derecha no se quedó atrás. Los conservadores adoptaron su propia versión de lo woke, con ideas igual de dogmáticas. Con idéntico fanatismo e intolerancia, acusaron a todo quien promovía la diversidad de ser un radical de izquierda. Quien defendía las vacunas era un zurdo asesino. Quien criticaba la invasión de Rusia a Ucrania era un nazi. Quien no creía que las elecciones del 2021 fueron robadas era un traidor a la patria. Quien no se ubicaba del lado “correcto” en el tema de Israel era un antisemita. Y quien creía en el cambio climático, en la urgencia de apoyar energías renovables, y en la validez de las protestas universitarias, era un sucio comunista.
El desenlace de todo esto es un país, y un mundo, partido en dos. Donde es imposible lograr consensos ni los acuerdos más elementales y necesarios para que avance una nación. Donde reina el odio, la suspicacia y la desconfianza, y donde cada lado del espectro ideológico defiende su propia política de la identidad y de la queja. Ante esto sólo queda el abismo.
No obstante, hay una diferencia entre un lado y el otro. Y es que uno, al menos en Estados Unidos, es dueño ahora del poder, y estamos viendo las consecuencias de esa ideología fanática y extrema convertida en políticas de gobierno: universidades acosadas, empresas y firmas de abogados extorsionadas, redadas de inmigrantes hechas por agentes enmascarados, enemigos políticos perseguidos, corrupción galopante y descarada, críticos amordazados y cómicos despedidos, recursos para la investigación científica y la ayuda humanitaria borrados de un plumazo, alianzas diplomáticas y tratados comerciales que duraron décadas en forjarse, destruidos sin emitir siquiera un suspiro.
Lo aterrador de todo esto es que está ocurriendo en el peor momento. Cuando está a punto de caernos encima el nuevo mundo de la Inteligencia Artificial, sin que nadie sepa a ciencia cierta en qué consistirá, o cuáles serán sus consecuencias o su alcance. Es decir, cuando más se requiere la unión mundial para legislar y afrontar esta ciencia novedosa es cuando la humanidad está más desconfiada y dividida, como advierte Harari. Y nadie tiene la menor idea de lo que pueda pasar.
