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La semana pasada se cumplieron cincuenta años de la muerte del general Franco, dictador desde 1939. Esa efeméride sirve para recordar el afortunado proceso de transición a la democracia que empezó entonces en España. La sindéresis y civilidad de la mayoría de las fuerzas políticas hicieron posible que, a pesar de su desprecio mutuo, sus dirigentes se sentaran a hablar y a diseñar un nuevo Estado.
Franco había dispuesto que después de sus días se restaurara la monarquía y Juan Carlos I ocupara la jefatura de Estado con el compromiso de mantener los principios del Movimiento Nacional, que era el único mecanismo posible de participación política. Sin embargo, el rey sabía bien que era imposible que su país continuara sumido en el autoritarismo y no se incluyera las fuerzas políticas que emergían con todo vigor después de la muerte de Franco.
Con el fin de articular y hacer posible la transición, en julio de 1976 el rey designó como primer ministro al abogado Adolfo Suárez, servidor público de carrera que se había destacado dentro del franquismo moderado. Elegante, carismático, agudo, formidable negociador, encabezó el desmonte de las instituciones franquistas. Supo navegar con pragmatismo para alejar del escenario a los militares más porfiados y generar confianza entre los partidos, incluidos nacionalistas, socialistas y comunistas.
Cuando el 23F de 1981 el teniente coronel Tejero encabezó un intento de golpe y se tomó a tiros el recinto del Congreso de los Diputados, Suárez encaró con dignidad a los militares sublevados mientras otros parlamentarios se escondían debajo de sus butacas. Una imagen icónica en defensa de la democracia que fue televisada, pues ese día se investía un nuevo gobierno.
Suárez falleció en 2014 y es recordado con respeto y admiración como uno de los políticos más célebres del último siglo.
Al evocar la feliz transición de España a la democracia, más se lamenta que hoy en día el gobierno esté en manos del deplorable Pedro Sánchez. Él les vendió el alma a las fuerzas más extremas del nacionalismo, llevándose por delante la esencia de la Constitución del 78, una de las construcciones más admirables del constitucionalismo moderno, de la que mucho se copió en Colombia en 1991.
