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Toda historia tiene un final. Pero a veces todo final trae consigo una historia verdadera. Remitámonos a una escena real en lo más profundo del altiplano cundiboyacense: Bogotá.
Vemos a una persona tratando de vender su carro. Es una camioneta negra, con cinco años de uso, en términos generales muy bien cuidada. El posible comprador la examina cuidadosamente, observa su interior, su pintura y su motor.
Todo aparenta estar normal. De repente observa en la parte de arriba del carro y ve que hay unos rayones inmensos que atraviesan de lado a lado el techo. Es como una cicatriz profunda imborrable en el tiempo.
Con curiosidad pregunta: ¿y esto qué fue? El dueño de manera cándida, desprevenida y honesta contesta: ¡ah eso fue un elefante! ¿Un elefante?
Sí, resulta que hace un tiempo paseábamos con unos amigos por el Magdalena Medio y decidimos recorrer el zoológico de lo que alguna vez fue la hacienda Nápoles. Allá se encontraban caminando al mejor estilo africano, animales libres entre las estepas.
Íbamos seis amigos en la camioneta, cuando vimos a un elefante que se nos acercaba con cara de ternura jugando con su trompita.
Emocionados apagamos el carro y abrimos todas las ventanas. Alguien tenía un paquete de chitos, los cuales empezamos a darle al elefante. Este muy feliz insertaba su trompa por la ventana y nosotros sentados y muy cómodos le dábamos su snack. Hasta ahí todo era felicidad. Pero los chitos se acabaron y el elefante insaciable quería más y más. Comenzó entonces a mover su trompa de manera agresiva dentro del auto exigiendo más comida. Ya un poco asustados resolvimos cerrar todas la ventanas y arrancar. –Rápido, prenda el carro y vámonos ya de acá–. La llave lista para encender el carro y oh sorpresa. La llave se rompió. Como en las mejores películas de terror, la llave rota, las ventanas cerradas, la temperatura ardiente, el auto inmóvil y el elefante atacando.
Aun más disgustado el animal empujaba el carro y lo balanceaba con fuerza y nosotros impotentes viendo su intención de voltearnos. Ahí, con sus filudos y potentes colmillos rayo todo el techo de la camioneta. Mágicamente apareció uno de los guardias y espantó el animal. Finalmente salimos del auto medio asfixiados, asustados pero sanos y salvos.
Y esta fue la historia. Como puede ver, la camioneta está casi perfecta, sólo tiene de raro ese rayón de elefante. Con cierta incredulidad y sorpresa, el cliente dijo: –bueno, tendré que creerle esta historia. Por lo menos está buena y se puede contar. Sabe que... le compro la camioneta.
