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Cómo olvidar el 13 de marzo de 2020.
Todos encendimos un nuevo canal en nuestras pantallas vitalicias y entramos a un capítulo inédito de la dimensión desconocida. Un guión que ni siquiera Rod Serling o Ray Bradbury habrían sido capaces de escribir juntos.
Invadidos por el miedo y la incertidumbre comenzó una novedosa existencia para la especie humana. Nunca lo habíamos vivido, más allá de las narraciones históricas de la fiebre española, un siglo atrás.
Empezamos a ver poco a poco cómo renacía la vulnerabilidad, cómo aprender a ser mortales diariamente se convertía en un original acto cotidiano de la existencia. Lavarse las manos decenas de veces al día, desinfectar con cloro la comida y el mercado que se conseguía, admitir que el papel higiénico estaba agotado en el mundo entero y que las necesidades básicas también entraban en recesión. Ver a diario que los hospitales no daban abasto, que la muerte se contagiaba por todos lados, que los países desarrollados tampoco podían escaparse de esta pandemia incontrolable y arrolladora.
A veces me sentaba en una silla a leer o a ver Netflix y recordaba a Samuel Beckett con su libro “Esperando a Godot”. Todos entendíamos que Godot podría llegar en cualquier momento y llevarse a algún familiar, amigo, o a uno mismo, sin contemplaciones. Y efectivamente así fue sucediendo. El matrimonio inseparable entre el miedo y la impotencia se apoderó del planeta. Vimos caer cercanos, lejanos y desconocidos.
Así empezó a expandirse el terror, pero también la unión. Teníamos un enemigo en común y todos luchábamos contra él.
Y con esta colectividad espiritual llegó también la conectividad. Apareció el zoom y nos encontramos más que nunca. La explosión digital logró acercarnos y todos aprendimos de este tema como si fuera una especialización de supervivencia. Comprábamos en línea, pedíamos y recibíamos a domicilio y compartíamos de manera novedosa y vinculante.
Fue pasando el tiempo y percibimos una luz de esperanza para el planeta debido a la presencia de un enemigo común para el globo.
Buscar protegernos y ganar esta batalla contra el virus primaba sobre cualquier conflicto humano y planetario.
Las guerras se detuvieron, las agresiones humanas entraron en pausa y la tierra y la naturaleza se dieron un respiro de renacimiento.
Veíamos nevados desde la distancia, el cielo se limpiaba y los animales salvajes volvían a regresar donde habían dejado de frecuentar.
Un bálsamo de esperanza se apoderó de nosotros.
Habíamos aprendido unas sabias lecciones forzados por la pandemia.
Un verdadero ‘reset’ del globo y de la especie humana.
Después del covid seremos mejores personas, pensaba yo, entenderemos los principios fundamentales de la vida y dejaremos de matarnos entre nosotros cuidando al mundo.
Pero ya han pasado 5 años, y la pandemia se debilitó y redujo su capacidad letal adaptándose al diario vivir.
Ahora me tomo un tiempo para leer y ver contenidos y siento que la esperanza también se ha desvanecido.
El ser humano no aprendió la lección. Volvimos con el tiempo a la etapa previa a la pandemia, pero sin sus correspondientes enseñanzas.
Las guerras han vuelto de manera simultánea y masiva.
Los seres humanos retornamos al instinto destructivo entre nosotros mismos y con el planeta y la naturaleza.
Pasó un lustro y creo que no aprendimos mucho como especie y que vamos por un camino de empeoramiento y deterioro.
Pasaron 5 años y perdimos una oportunidad histórica. Ojalá quede alguna semilla de ilusión para polinizar la esperanza nuevamente.
