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Me atraen los cementerios. Me encanta visitarlos.
Me atraen los cementerios. Me encanta visitarlos. Soy un buscador de historias y de tumbas. Me emociona sentir el lugar que concluye con el ego y la vanidad y donde comienza la eternidad. Es una mezcla de historia y de espíritu.
Eran las 5 de la tarde y el sol empezaba a acostarse detonando visos naranja en su camino hacia la noche.
Yo era uno de los últimos visitantes del lugar.
Había observado monumentos y mausoleos de políticos, de músicos, de escritores, de familiares, de artistas y de personas desconocidas, unas olvidadas, otras recordadas y algunas abandonadas, lindando con el saqueo.
Era el Cementerio Central en la Ciudad de Bogotá.
Ya casi oscuro, a la distancia observé al fondo un árbol. Me generó mucha curiosidad, pues se veía una presencia de muchos pájaros en sus troncos que se confundían con posibles hojas.
Decidí entonces acercarme y aceleré el ritmo, pues no quería quedarme atrapado en el cementerio si el guardia decidía cerrarlo, conmigo adentro.
Finalmente, llegué y me aproximé al árbol.
Quería ver los pájaros de cerca, los observé y quedé paralizado.
No eran pájaros, eran ratas que se movían por los troncos del árbol seco como si siguieran el camino para bajar al mundo subterráneo, al Hades. Descendían del árbol y se metían en las tumbas.
Quedé petrificado.
De día las tumbas eran visitadas por humanos y de noche por ratas.
Pensé que todas las personas que allí descansaban eternamente habían sido indispensables en algún momento de la vida, para un país, para una familia, para una empresa, para un amor, para un deporte, para un seguidor, para un propósito, para lo que fuera.
Todos somos indispensables en la vida hasta que dejamos de serlo. Es una ley del universo.
No paré de pensar en ello hasta llegar a la puerta principal y salir por el mismo lugar por el cual había entrado.
Los cementerios están llenos de indispensables.
