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“Somos un país que creció invalidando las emociones”

Juan Carlos Rincón Escalante

03 de febrero de 2024 - 11:00 a. m.

Colombia es un ejemplo de mostrar para el mundo en cuanto a reparación de salud mental después de un conflicto. Sin embargo, en entrevista con El Espectador, el psicólogo Wilson López López recuerda los retos que persisten.

Wilson López López es doctor en psicología y profesor de la Universidad Javeriana.
Foto: Cortesía

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Una víctima del conflicto armado de la que poco se habla es la salud mental de los colombianos. Hay mucha discusión sobre la política pública de restitución de tierras, de la Unidad de Víctimas, pero quise entender cómo ha sido el acompañamiento de la mente. Por eso hablé con Wilson López López, doctor en psicología básica y social, profesor de la Universidad Javeriana y reconocido recientemente por sus aportes a la paz y la salud mental. Lleva varios años trabajando con comunidades víctimas del conflicto. En negrilla están mis preguntas.

¿Cómo ha sido la aproximación de la psicología colombiana a la reparación de las víctimas?

Las leyes de justicia transicional abrieron una oportunidad increíble que no tienen en otras partes del mundo. Se habló de reparación psicosocial y de reparación moral: dos condiciones que necesariamente iban a atravesar, no solamente la psicología, sino las ciencias sociales en general. Los dispositivos sirvieron para que el país dijera: mire, la guerra nos dejó heridas psicológicas y sociales tan profundas, que debemos repararlas. Por eso la importancia del Programa de Atención Psicosocial y Salud Integral a Víctimas (PAPSIVI) y otras iniciativas que han desarrollado ONG y universidades.

Esa palabra, “psicosocial”, es bien relevante. Como la guerra se llevó en formas más encarnizadas en los territorios, debemos comprender que la gente de verdad se relaciona entre sí para producir, para cuidarse, y eso fue lo que quisieron destruir los actores armados para generar control. Entonces los problemas psicológicos que emergen de ese rompimiento del tejido social se vuelven más difíciles de manejar y de tratar. La psicología colombiana no estaba lista para enfrentar ese reto tan grande.

Por muchos años habíamos trabajado atención a víctimas, pero no en forma tan sistemática y a esa escala. La justicia transicional obligó a decir: mire, los psicólogos, incluso otras ciencias sociales, tienen que ponerle atención a este tema. Las personas cargan heridas psicológicas y daños profundos, pero en los programas de formación de psicólogos no teníamos herramientas de cómo trabajar con las víctimas en esas dimensiones y en los territorios más afectados.

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Lo bueno es que hubo un compromiso de todas las ciencias sociales y se crearon grupos de intervención con psicólogos, sociólogos, antropólogos, politólogos, trabajadores sociales y, claro, las ciencias de la salud, lo que permitió que avanzáramos mucho.

Pero sigue siendo un proceso muy complejo.

Sí, cuando llegó el covid se volvió a romper el tejido social, porque cambiaron las prácticas de cuidado. La gente no se podía reunir, no podía acompañarse, lo que afectó especialmente a las comunidades. Súmele que las personas están intentando reconstruir zonas en que todavía sabemos que hay conflicto y que hay actores armados que no son de la institucionalidad que están controlando el territorio.

También tuvimos un problema adicional, que es fatal, y es que no sé a quién se le ocurrió que la consulta psicológica clínica debería demorarse 20 minutos por la EPS y tener la siguiente cita en seis meses. Esto hace muy difícil de tratar y dar continuidad a los procesos de recuperación en la salud mental, en especial de comunidades más vulnerables.

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Eso ha generado un montón de obstáculos, a pesar de que todos los estudios en países en conflicto muestran que tenemos mayores tasas de depresión, ansiedad, estrés postraumático, consumo de alcohol y drogas, y suicidio. Y ni hablar de las tasas de violencia intrafamiliar.

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¿Cómo sería la radiografía de los dolores que tienen las personas por culpa del conflicto?

En los proyectos como el que realizamos en los Montes de María, y cuando hablamos con personas que están en otras regiones como Nariño, Cauca o Santander, siempre nos dicen que todo lo que han encontrado es parecido.

En nuestro proyecto la primera decisión fue no llegar a definir lo que las personas necesitaban, sino que trabajamos con las comunidades en la priorización de lo que ellos consideraban que era más grave en la salud mental de sus comunidades. El primer problema priorizado fue el de la violencia intrafamiliar. Cuando usted revisa los censos de excombatientes de las FARC o de excomabatientes de otros grupos, se encuentra que con un porcentaje altísimo de las personas que llenó esos ejércitos lo hizo porque salieron de sus familias huyendo de la violencia intrafamiliar. Nos falta mucho trabajo en el país de intervención en las prácticas violentas de crianza, porque lo que nos hemos encontrado en las comunidades es una normalización de la agresión. Muchas personas me dicen: “Menos mal que me pegaban, porque si no yo sería terrible”.

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Tenemos que hacer mucho trabajo desde la psicología para mostrar otras formas de crianza. Enseñar a las familias prácticas no violentas de interacción. Porque somos un país que creció invalidando las emociones y usando la violencia como recurso de gestión de la cotidianidad. Hay violencia en las parejas, hay violencia hacia los hijos, los niños salen y encuentran violencia en los colegios, y si lo único que las personas ven es la violencia, consideran que ese es el estado normal de las cosas.

El segundo gran reto es el miedo de las personas a todo lo que produce el consumo de alcohol y drogas. En muchas regiones hay clara asociación entre una persona que bebe y luego se comporta de manera violenta.

El tercer tema es el de la depresión y ansiedad. Nos dicen que están tristes y que tienen miedo, que no saben qué hacer y pierden el sentido de la vida. Tratar de cerrar las heridas psicológicas va a tardar años. Lo que hemos visto en las comunidades es que los hijos, los familiares y amigos de las víctimas crecieron escuchando las historias de terror de sus papás. Lo que se ha encontrado es que ellos también viven las consecuencias psicológicas del conflicto en su salud mental: pesadillas, trastornos de ansiedad, rumiación permanente e incluso deseos de venganza, entre otros, como lo ha evidenciado Médicos Sin Fronteras. Además de la ansiedad de que la violencia vuelva a aparecer porque, en efecto, ha vuelto a aparecer la presencia de los grupos armados en los territorios. La falta de presencia estatal lo que hace es activar otra vez los problemas de salud mental de la gente, no solo de los sobrevivientes, sino de sus descendientes. Tenemos que ver de cerca los efectos generacionales de las fallas en salud mental.

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Todos esos problemas están conectados. El miedo permanente genera sensaciones de inseguridad, de incertidumbre, de angustia, que se parece mucho a lo que los expertos llaman estrés postraumático, aunque no le digan así. Ellos dicen: “Es que siento que pueden llegar en cualquier momento”, con el agravante de que los actores armados siguen teniendo presencia en muchos territorios.

Es un ciclo que no se detiene.

Exactamente, la dificultad es que la gente me dice: “¿Yo cómo me puedo recuperar si ellos ya volvieron?”. Eso pasa en todo el país que está desatendido. Hay regiones donde se ha disparado el suicidio, porque si las personas no tienen esperanza de mejora, ¿cómo resisten?

¿Y cuáles son los retos que usted ve en el tema de la salud mental en las comunidades?

Estamos buscando que los nuevos actores responsables de la salud mental, como las secretarías de Salud departamentales y municipales, las IPS y otras iniciativas en los Montes de María en Bolívar y Sucre se puedan sentar con las comunidades y sus lideresas y líderes para ver cómo se pueden construir y mejorar la atención de la salud mental desde la prevención, la promoción y la intervención. Necesitamos que ese proceso de diálogo sea permanente y no coyuntural, y que las medidas que se tomen sean de mediano y largo plazo.

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En ese sentido, el trabajo debe ser interprofesional, interdisciplinar e intersaberes. Las comunidades han desarrollado múltiples formas de cuidado y autocuidado que no se pueden desconocer. Me produce esperanza ver cómo las comunidades se están apropiando del proceso.

¿Cómo siente que va el país en el sueño de la reconciliación y la paz?

Las personas que trabajamos en esto siempre decimos que si nos concentramos en todas las causas que generan violencia, como la desigualdad, la pobreza o de tipo político o de la corrupción o de la falta de seguridad, y que nos desbordan y nos llevan al fatalismo y la desesperanza, no volveríamos a trabajar en nada. Pero creo que no tenemos alternativa más allá de construir y aportar. Tenemos muchos logros que siempre queremos que sean mejores. Los procesos de paz han mejorado muchas cosas.

Lo que nos toca es tener miradas de más largo plazo. Entonces digo, oiga, hemos disminuido el homicidio, ese es un indicador. Oiga, la gente confía más en las instituciones porque están respondiendo. Oiga, la gente se siente más segura y tranquila en sus territorios. Oiga, se están disminuyendo los episodios de violencia intrafamiliar, escolar y comunitaria, y empezamos a ver los efectos del trabajo de múltiples actores sobre eso, y entonces en unos años vemos los resultados, bueno eso es esperanzador. Oiga, tenemos más inversión en educación socioemocional, en los colegios estamos enseñando prácticas no violentas, y en 10 años vamos a ver los efectos de eso.

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Es una tarea de nunca acabar, pero podemos ver los logros que se van consiguiendo. En esto es muy importante que los medios le comuniquen a la sociedad todos esos pequeños logros, tenemos mucho que trabajar. Cerrar heridas psicológicas y sociales toma más tiempo del que tomó abrirlas, pero si queremos vivir en un mejor país no tenemos alternativas.

* Si usted es un profesional de la salud mental o una persona que investiga en el área y quiere divulgar su trabajo o explorar los retos que enfrenta, escríbame a jrincon@elespectador.com

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