Se cumplen 60 años de los tratados de Roma en que el proyecto de una unión continental se firmó con la pompa de un humanismo pragmático. La Unión Europea iniciaba una historia de autoprotección y colaboración integral que debía ser el soporte indestructible de una comunidad que ha superado para siempre las traiciones del egoísmo. Pero la palabra indestructible tal vez sea la más endeble y nebulosa del lenguaje, y la superación del egoísmo, hasta hoy, sigue siendo una máxima romántica y emocional en la realpolitik.
Los intentos de integración continental se derrumbaron cuando la misma estructura del poder central se derrumbó con el peso natural de las cosas y los hechos. El sacro Imperio Romano, que integraba las regiones y controlaba la realidad establecida del mundo desde las antípodas de Inglaterra hasta el norte de África, se desmoronó como el literal y práctico castillo de naipes que fue siempre aunque la sacralidad intentara imponer lo contrario, cuando los bárbaros, llamados así por el lenguaje centralista del imperio, hicieron su incursión bajo la tercas vallas de Roma puestas en su contra.
Con la misma suerte y el mismo estruendo cayó la integración europea bajo las órdenes imperiales de Napoleón, aunque las solemnes proclamaciones del código civil y la configuración de la modernidad fueran el argumento arterial de las invasiones transformadas en futuro.
Y así parece derrumbarse también progresivamente el proyecto integral del Reino Unido con argumentos separatistas después de un Brexit auspiciado por el miedo y las proclamas nerviosas y paranoides de Boris Johnson, quien condenó a Escocia y a Irlanda del Norte al mismo destino de una Inglaterra que decidió aislarse del comando central por egoísmo.
Y en ese mismo ritmo del castillo de naipes que se viene derrumbando desde siempre entre los ciclos de la esperanza y la decepción, la Unión Europea parece apagarse entre la saña y el rumor del miedo frente a los bárbaros contemporáneos, llamados así por las oficinas modernas de Bruselas y por los parlamentos centrales que se niegan a creer que las bombas que estallan ahora en las capitales progresistas tengan algo que ver con las invasiones del viejo continente en otras tierras del mundo.
El discurso lanzado al mundo desde Roma en 1957 aseguró una integración con toda la estructura logística y política de un continente renacido del polvo. Contaba con los antecedentes románticos del discurso de Winston Churchill, quien había pedido por primera vez las urgencias de una unión después de la derrota de un monstruo, y con el heroísmo de Robert Schuman, quien entregó los primeros avances de una comunidad económica a través del carbón y del acero.
60 años después del inicio de un proyecto que concentra la más alta demostración de la modernidad y del progreso humano, la Unión Europea intenta decidir entre su reinvención o la declinación a la caída de naipes que acelera Marine Le Pen, desde París, y los xenófobos partidos que evolucionan su caudal electoral con coyunturas que estallan a favor del nacionalismo.
Europa, mientras tanto, intenta celebrar su memoria entre los atentados de Londres, las amenazas proteccionistas de Trump y las próximas aspiraciones del Frente Nacional. Un aniversario entre las velas de la fragilidad y el rumor de los nervios.