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Desde la ventana central del Palacio aparece una vez más, como en los tiempos cercados por el aura oscura de Alejandro Ordóñez, la figura dubitativa de Gustavo Petro frente a los colectivos que lo escuchan con fervor. El aura contemporánea y oscura que lo cerca en las rendijas del poder ya no son los funcionarios anacrónicos que habían jurado vengarse de un revolucionario envalentonado en las esferas del poder. Es ahora el mismo Congreso que aplaudió su posesión con la euforia del cálculo y del interés, para ajustar todos los cuadres de caja cuando el tiempo hiciera lo suyo, y la poética romántica ya pareciera olvidada. Los partidos tradicionales, como era de esperarse, trabajarían en silencio para preservar su tradición burocrática en el momento justo, afinar el juego del boicot para preservar su dominio y sus posibilidades de negociación en los últimos plazos en que pueden existir bajo la historia. Las reformas del gobierno, cartas pragmáticas de transformación, no tienen la retórica de los discursos pomposos donde el nuevo país parece posible y majestuoso. Tienen la crudeza de lo disruptivo, de lo real y de un abismo que una vez saltado, no habrá retorno próximo al tiempo conocido. El escenario estaría definido por el reinicio total y las viejas formas de la burocracia tendrían que aprender otros métodos de permanencia. No es extraño entonces que César Gaviria, el politicastro que solo ha trabajado para traicionarlo todo bajo su única bandera del negocio, intente ahora usar, una vez más, el cómico partido liberal dirigido por su avaricia para rescatar los réditos que sabe que aún le quedan en un Gobierno naciente.
Sabe también que aún le restan alfiles que responden a la exclusividad de las cuotas y al deslumbre del dinero que corre bajo todas las mesas del lobby. El otro margen de sus enemigos internos intenta ahora tomar distancia y señalarlo como el culpable directo del fin del partido. Una definición que parece de nuevo un chiste por su obviedad, y que nació real desde el mismo momento en que Gaviria tomó el poder sobre Galán: el muerto.
El balconazo de Gustavo Petro es el recurso alternativo que, aunque esté respaldado por la Constitución, es una jugada desesperada y riesgosa en los inicios de su gobernanza. Podría alcanzar el estatus del nuevo modus operandi de un poder que actúa inseguro de su respaldo, y acude a las calles como su única carta de ejercer el talento. Una medida de riesgo por la ausencia de autocriterio de los bastiones idílicos e incondicionales que actuarán bajo el aura del fanatismo con la furia de reacción frente a una casta senatorial que sigue empeñada en actuar con el morbo de su privilegio, sin que nada los perturbe o los espante, y sin que les permita calcular el efecto a largo plazo de sus movimientos a espaldas de todas las exigencias sociales. El nuevo escenario, con nuevo gabinete y nuevos códigos de comportamiento, abren el ciclo del periodo práctico de un Gobierno que ahora empieza a entender el peso de la prosa política sobre la poética del lirismo. La retórica ha terminado.
