El Alto Comisionado para la Paz, Danilo Rueda, sigue cómodo y confiado entre el desbarajuste estruendoso de las cinco negociaciones que dirige desde el delirio de un ángel omnipotente. La crisis de la paz total la reconocen todos: los áulicos de la coalición del Gobierno, los opositores regodeados con el desangre, los disidentes que tampoco entienden las líneas de ruta y de gestión. Timochenko, desde su aura ultra serena y adaptada por interés a los tiempos de la modernidad, ha sugerido insistentemente que el comisionado es un funcionario empantanado en la improvisación. La crisis es real y trasciende los mismos micrófonos del boicot que esperan que ruede su apellido entre el cadalso, pero allí está, sonriendo sobre las llamas de la pacificación, entre los rebeldes sin causa y la implementación de los acuerdos de la Habana y el carrusel emocional de los elenos y la anarquía ruidosa de la minería ilegal y los tentáculos del Clan del Golfo. Un peso monumental y desbordado de ambiciones románticas sobre los hombros de un solo cuerpo y un solo nombre con la ilusión de un teólogo. Solo eso puede explicar la extraña visión absolutista de Danilo Rueda: exdirector de la Comisión Intereclesial de Justicia y Paz y teólogo del Seminario Mayor de Bogotá. Sus formas de entender la realidad sobrepasan las líneas prácticas del mundo y los códigos naturales de lo posible. Intenta interconectar su omnipresencia entre La Habana, Caracas, las cárceles del país y la selva profunda donde los alias más sórdidos del último coletazo de las Farc intentan fungir un poder que solo tienen en rutas y caletas relucientes, y no pueden negociar más allá de intereses intocables.
Ante las preguntas obvias del escepticismo, el comisionado alza las cejas con soberbia y se deja embrujar con una verborrea mareante que solo decide terminar cuando todos quieren descansar entre el respiro. Sus resultados siguen siendo nebulosos y sus ambiciones esquizoides, sus palabras siguen la única ruta del relato que nadie entiende muy bien, salvo los que confían en el credo de una promesa demasiado elevada. Un país enquistado entre los réditos putrefactos de la guerra y del narcotráfico puede aspirar a su sobrevivencia progresiva, pero aspirar a la totalidad de su pacificación en tres años de gobernanza, entre una economía infantil y una estructura irrisoria, es un delirio de un metafísico patológico que parece confiar más en la grandilocuencia de su fe que en los terrenos que conoce. Contra todo pronóstico y análisis, Rueda conserva su cargo, aun después de que en su última declaración surreal dijera que el ELN ha sido responsable al reconocer un nuevo atentado en Tibú, que aleja todas las opciones de un próximo cese bilateral.
Frente a la estupefacción, vuelve a sonreír y se pierde entre la multitud que lo ve alejarse entre el incienso y la niebla densa de sus juramentos. Cierra la puerta del despacho donde todo lo imposible parece funcionar mientras se anuncie, y vuelve a prometer, una vez más, que sus cinco negociaciones con los grupos armados diseminados van bien, aunque ninguno haya aclarado hasta hoy los pormenores de un mínimo acuerdo.