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El general reaccionario

Juan David Ochoa

31 de marzo de 2023 - 09:00 p. m.

El Director de la Policía Nacional, General Henry Sanabria Cely, no podía ascender más sobre la ironía de alcanzar el máximo poder de la fuerza pública bajo el mandato de un gobierno progresista. Le gustan los micrófonos abiertos para deleitarse exponiendo su evangelio sobre la Constitución, que ha jurado respetar sin que haya entendido muy bien la dimensión de sus mandatos. Sus entrevistas y sus viajes, sus alocuciones y discursos públicos, los hace exhibiendo símbolos católicos como un mantra sagrado contra el diablo: ese espectro oscuro que se alza sobre su nombre defendiendo las minorías sexuales, el uso de preservativos, las expresiones sociales alejadas del canon oficial de las buenas formas, la diversidad de género y el estado civil de sus súbditos, que deben estar casados por obligación o su condición marginal les puede acarrear las reprimendas del misterio.

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El general sabe que su cargo debe limitarse estrictamente a sus funciones, pero ha tomado la decisión consciente de ser un reaccionario contra el Estado laico que interpreta como una victoria demoniaca sobre la tradición, y mientras sigue opinando con el peso de las armas, reforzando los discursos de exclusión y marcando estigmas a su paso, el despacho de presidencia hace silencio. Saben que una confrontación contra las instituciones no es muy conveniente ahora que los andamios del poder no están precisamente en los mejores términos para autosabotearse en una cruzada pública con un general con delirios de obispo. Así que prefieren callar, y contra los mismos lemas de campaña, le dan la espalda a la peligrosa obsesión de un funcionario que demuestra sistemáticamente su inquina contra los que considera adeptos del paganismo. Los excesos del general Sanabria no sobrepasan únicamente la polémica de la opinión, rayan en la práctica de la persecución ideológica que en las calles pueden tener el efecto real del linchamiento si las hordas homofóbicas o misóginas se sienten avaladas por el poder oficial que legitima el lenguaje del odio. Pero nada parece relevante, ni para el general, que sigue cómodo explayando los destellos del antiguo testamento con el brillo del uniforme, ni para el gobierno, que sigue incómodo desde otros focos, intentando apagar los incendios desbordados por las fugas del Congreso y las cuentas que no terminan de cuadrar.

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Bajo el mismo puente del silencio conveniente, alzan las banderas con más fuerza los odiadores, ahora que saben que el poder, progresista y empático, tampoco intenta responder mínimamente ante el desborde de los funcionarios. El general también lo sabe, por eso su postura tiene siempre el dejo de la confianza y la tranquilad mientras destila los ataques sutiles entre un discurso institucional de pasajes bíblicos y analogías heroicas del rey David contra la herejía, ese Goliat contra el que ha dirigido su atención prioritaria para derrotarla, aunque la Constitución se lo impida y aunque el escándalo crezca como la nube de Sodoma sobre su aureola de iluminado, que ha llegado al máximo poder de la Policía Nacional para demostrarle a su estirpe y a su ejército que no fracasará en el intento por recobrar el paraíso de la tradición.

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