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La Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH) ha condenado al Estado colombiano por el genocidio de la Unión Patriótica (UP), el partido emergente de izquierda que, por primera vez, sin discursos convenientes a los intereses del poder hegemónico, intentó hacer política desde un flanco ideológico que el Estado interpretó como una amenaza latente a su tradición y, sin nervios y sin temblor, creó el clima perfecto y coordinado para su exterminio.
Los prohombres bajo la sombra del privilegio, como el exvicepresidente estelar Carlos Lemos Simmonds, llamaron al partido “el brazo político de las Farc”, con la frivolidad criminal de quien sabía las implicaciones de su juego lingüístico. Un prejuicio letal que se convertiría en dogma y en costumbre bajo una sevicia que ya podía operar con tranquilidad junto a los bastiones armados del suburbio paramilitar que esperaba ansioso desde la sombra las listas y las órdenes para iniciar “el baile rojo”. Ese fue el nombre macabro que imaginaron desde la poética del odio para masacrar el auge de una idea que les parecía impúdica y merecedora de la fumigación. Tuvieron el tiempo y la confianza suficientes para pensar incluso un nombre y una metáfora en la naturalización de la barbarie que afianzó la atmósfera y los métodos de persecución, hasta que un país entero se acostumbró también a ver caer muertos, uno a uno, en aeropuertos, autopistas, centros comerciales y restaurantes, a los candidatos y senadores del partido que intentaba disputar el poder con los políticos de tradición que merecían la dignidad y el prestigio para seguir viviendo sobre los caídos. Jaime Pardo Leal y Bernardo Jaramillo Ossa fueron eliminados en una democracia que pretendía sostener su estatus plural mientras la diferencia era silenciada en la comodidad del uso legítimo de las armas, con sucursales serenas en el bajo mundo.
6.000 víctimas dejó el desangre de un operativo sistemático de persecución entre la negligencia institucional que, de repente, desescaló sus funciones al menor esfuerzo para no entrometerse en asuntos oficiales. La cifra, por supuesto, desborda los cuerpos desaparecidos entre la omisión y el silencio cómplice de políticos y funcionarios expectantes del acribillamiento público. Los números presentados por la Corte Interamericana son los que pudieron contabilizarse cuando la presión internacional forzó el interés humano de los gobiernos que intentaron culpabilizar al anterior por la catástrofe y la impunidad total. 285 atentados fallidos y 1.596 desplazados agigantan la dimensión macabra del exterminio que pudo sobrevivir al tiempo sin mayores sobresaltos sociales, sin reparación, sin demostraciones públicas de vergüenza y sin responsables judicializados durante 30 años. Tampoco ahora se han hecho públicos, pero la condena de la Corte IDH es una reparación de la memoria que fue ultrajada por la burla del sistema judicial y la mofa despectiva de los gobernantes que, ante cualquier intento de evocación de los muertos o de la responsabilidad estatal, respondían con miradas al aire o palabrerías de un protocolo ofensivo que solo revictimizaba aún más la memoria de las víctimas.
La historia del horror ahora visibiliza al responsable directo contra todos los estigmas que la tradición quiso imponer, aunque estuvieran perpetrando un genocidio. La culpa también se extiende a la indolencia general por haber sido testigos del espanto sin que nada sucediera más allá de la perturbación del silencio.
