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Gorbachov

Juan David Ochoa
03 de septiembre de 2022 - 05:00 a. m.

Vladimir Putin, presionado en las instancias históricas en que su nombre sigue entre el desastre bélico que escala a dimensiones desconocidas, ha despedido con hipérboles de respeto a Mijaíl Gorbachov, el último líder de la extinta Unión Soviética, implosionada en el último plazo de esa burbuja imposible por la decadencia de un ideal absolutorio y dictatorial. La Perestroika fue su intento de reforma y de cercanía necesaria a Occidente, después de un evidente fracaso monumental en que el comunismo dirigido por el látigo y la obsesión de sus dirigentes llevaron al colapso de todo lo que existía y querían salvar: la nueva especie humana roja, unida y patriótica; la bandera sagrada de los obreros reivindicados; el martillo y la hoz de la nueva conciencia.

La implosión de esa distopía radical en que todos morían para salvar una idea nunca perfecta llegó con los truenos de un tiempo en que se derrumbaba la custodia de la tierra y el control sin retorno de la verdad. Gorbachov llegó al atril de ese poder cuando la transición era la única opción entre el colapso. Aun así, intentos de golpes de Estado y una proclamación escalonada de autonomía política en las regiones de esa antigua unión que parecía indestructible lo acorralaron en la sombra del principal mandato de su poder: salvar a toda costa el poderío articulado del orgullo soviético. Curiosamente, y para deshonor de Putin, el mayor logro de Gorbachov al frente de la incertidumbre política fue evitar la guerra civil a la que estaba condenado ese temblor de placas tectónicas y espíritus radicales y frustrados de un mundo perdido. Sabía que una maniobra indelicada entre la furia contenida del fanatismo era un fogonazo lanzado al incendio de un patriotismo patológico.

Su estrategia, por lo tanto, fue acudir a las tácticas sutiles de la diplomacia para abrir los puentes del comercio y minimizar los acechos del hambre. Toda la grandeza territorial y espiritual del delirio de repente podía caer, entera y fatal, sobre su nombre y sobre todos los días de un futuro que ya no tenía la seguridad de la eternidad si la reestructuración de ese universo disecado no se alcanzaba entre las mínimas posibilidades de distensión. Los obreros abandonados por las últimas brechas de una economía hundida entre los rugidos de odio de Stalin y las ligerezas de Nikita Jrushcov no resistirían más otra promesa incumplida y otro plazo entre las esperanzas prolongadas para vivir con la dignidad que los discursos solemnes siempre juraron sobre el color de la pasión y la sangre.

Con la apertura del mercado, la legalización de las empresas privadas y la modernización industrial pudo evitar una inmensa catástrofe humana a corto plazo, pero no detener la desintegración del paradigma soviético. Un estruendo que el mundo entero escucharía desde los confines del mar y del universo político más ínfimo. Gorbachov fue autor y testigo de ese otro delirio en que todo lo existente y lo sagrado dejaba de existir para revelar la evaporación de los ideales y la incursión del mundo al que habían intentado resistir con el evangelio de sus líderes. La caída del muro entre una Guerra Fría evitada por su reestructuración fueron dos hitos que influyeron en las nuevas vidas del tiempo y en las nuevas fronteras que aparecían en el continente. Y sobre su propia humillación, a la que se sumaba la poca favorabilidad de su nombre en los primeros comicios impulsados por sus reformas, recibió el Nobel de Paz por sus impulsos a la unificación de Alemania y al fin de la escalada nuclear. Un premio que recibió entre el ruido de la calumnia y los ataques de los dogmas fracturados.

Putin, heredero de la apertura democrática de Gorbachov, intenta ahora reivindicar publicitariamente su nombre aunque su imponencia política esté más cerca de Stalin que de la estela pacifista del muerto en el que intenta, también, embellecer una imagen destruida por una guerra que el mundo ahora contempla entre el terror y el desconcierto.

 

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