La marcha de Damocles

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Juan David Ochoa
01 de abril de 2017 - 02:00 a. m.
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La marcha que a esta hora avanza con el auspicio del uribismo contra todo lo que fue en sus periodos este mismo partido de bombas y cuchillos, en alianza con el cerebro de la decadencia estatal y orgánica del poder disciplinario, Alejandro Ordóñez, tiene un único objetivo mimetizado en la indignación por los escándalos recientes: lanzar oficialmente su candidatura a las elecciones de 2018.

Lo hacen en público y con todos los focos mediáticos sobre sus rostros sagrados. Frente a toda la atención extranjera por la morbidez de un país tragado por la corrupción y la impunidad, y entre los desinformados útiles que, indignados por la teoría abierta de la podredumbre, les sirven de estadísticas favorables.

La apuesta partidista apunta de nuevo al brillo del espectáculo como regla inviolable; es su estrategia de base desde los dos periodos de espectacularidad enferma en que la violencia fue cooptada como método de unificación y estetizada con los todopoderosos recursos de un gobierno efectista. Tienen ahora la coyuntura a favor y el debilitamiento obvio de Juan Manuel Santos para hacer de su partido la fuerza de contención, aunque todo esté basado en una estafa de principios. Fue el mismo Alejandro Ordóñez quien omitió nombres y archivos del escándalo de Odebrecht por el que ahora se rasga su sotana de cardenal abatido por la pesadumbre, y fue el mismo Álvaro Uribe quien demostró un alto grado de eficacia en tácticas de corrupción con los cohechos que lo proclamarían como el presidente vitalicio, y el mismo quien después de su derrota ha querido retomar el poder con los recursos abiertos y sin ley de su elenco de prófugos y troleros.

Para abarcar un amplio margen de marchantes, recurren a un enemigo en común y abstracto: la corrupción, sin que importe que ellos mismos hayan refundado el desastre, y para acumular adeptos desde todos los frentes recurren a toda la variación de las tendencias: contra una paz imperfecta, contra la escasez, contra las reformas, contra el nuevo partido de las Farc, contra la reducción al presupuesto militar, contra el nuevo concepto de familia, contra la traición a las costumbres, contra el liberalismo inmoral, contra una dictadura alterna a la que defendieron mientras la ostentaron.

Es el nuevo capítulo del runrún que han implementado siempre con las reglas viejas del laureanismo cínico, y de su maestro teórico Goebbels: una mentira repetida muchas veces termina convertida en verdad, con la salvedad de que esta vez cuentan con algunas verdades natas a su favor para agrandar el embuste, y ese es el caballo de batalla del uribismo, justo y preciso a la medida de su necesidad y su sueño, para alcanzar un nuevo hito con un país unido contra una quimera, un enemigo en común y abstracto, un maldad externa unificadora de una masa perdida en su propia historia de fango y terror.

La marcha es la marcha de Damocles, la espada usada contra sí misma, pero los flashes y el show de la deshonra mientras tanto iluminan a la Presidencia que aún no puede brillar con el poderoso deslumbre de un Nobel, ni con la victoria del final de una guerra eterna, ni con la astucia de su diplomacia burócrata. Su soporte y  su historia tienen la misma oscuridad de su adversario, la misma traición a sus discursos, el mismo puñal sobre su promesa.

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