Los acercamientos de César Gaviria al Pacto Histórico han terminado. El lobista más oscuro de la historia nacional, amo y señor de un partido ajustado exclusivamente a los beneficios burocráticos y a los pactos secretos, ha lanzado alaridos de indignación por las acusaciones de Francia Márquez en su contra. Pero nunca le dijo nada alejado de lo real y lo evidente: neoliberal, burócrata y continuista de una larga historia empantanada por la mezquindad política. El dolor por las palabras recibidas, falso y teatral como toda su carrera larga y oportunista sobre un magnicidio, lo toma ahora como una causa de su alejamiento para buscar otras huestes que le puedan jurar sobre mármol las promesas de los cargos que debe cumplir como un lobista de oficio. Su distancia representa para el Pacto Histórico una baja sensible en el ascenso pragmático que querían sostener hasta las posibilidades reales de una victoria en primera vuelta, pero esa instancia entre lo posible ha caído junto a ese exceso de confianza con un político que querían tragarse como un sapo catedralicio y monumental para alcanzar un trono escurridizo por las alianzas del establecimiento y las bajezas de la Registraduría que, en una corta semana, demostró los alcances de putrefacción que van a seguir sosteniendo si el panorama les sigue resultado adverso.
Parecía estratégica y pragmática la unión con un burócrata profesional y un vendedor de conciencias bajo las toldas del poder, pero esa alianza iba a significar también la traición total al discurso que un movimiento humanista y distante del clientelismo fomentó durante tantos años de posicionamiento. Y ese pacto no era una garantía real de cumplimiento por parte de un hipócrita legendario, capaz de mover las fichas fundamentales del juego en las últimas instancias de los acontecimientos. Tampoco podía esperarse demasiado en las aspiraciones del progresismo en el poder si esas cuotas burocráticas debían pagarse hasta el final con los compromisos adquiridos. El clientelismo iba a seguir allí, dominando las decisiones y los proyectos con los dedos de la avaricia. Ahora tendrán que seguir en campaña sin la sombra de Gaviria y ajustando nuevas estrategias igual de pragmáticas pero menos ambiguas si su deseo es el equilibrio de la coherencia y el cumplimiento mínimamente real de un lema de Gobierno alternativo.
Finalmente, la figura de Gaviria, aunque sea la imagen burocrática de la efectividad entre las maquinarias ocultas, no deja de ser un rostro en decadencia entre la misma organización de un Congreso cada mes más amplio y más abierto a nuevas tendencias y banderas. Los pocos partidistas realmente liberales, los que aún creen en la memoria de esa corriente libre de la tradición, tomarán decisiones acordes a los tiempos y a su conciencia, y moverán sus leves influencias a la coalición que representa ahora un giro real frente al maniqueísmo enquistado de viejos colores sin sustento. No sería extraño, tampoco, que el indignado emperador de cuotas ya tuviera claro otros acuerdos antes de ladrar herido por una opinión genérica y obvia sobre su talante. Nunca le ha importado demasiado su prestigio desde que entendió que la política servía más como una casa de apuestas al mejor postor.