Los silencios de Rulfo

Juan David Ochoa
20 de mayo de 2017 - 03:00 a. m.

El viento que zumba sobre el desierto y truena contra las montañas con cuerpo místico y voz propia; las vacas que se van revolcadas por los ríos desbordados entre el bramido del miedo y la nostalgia de su simpleza trascendental; las sombras de caminantes que se alargan fusionadas entre la tierra como un animal sobre la noche; los campesinos que dialogan entre el marasmo del calor, sin adjetivos, con las licencias idiomáticas de un pueblo perdido y convertidas en alta literatura. Se cumplen cien años del nacimiento de Juan Rulfo, un hombre tímido que miraba sin ver, absorbido por el intimismo, que hablaba con una voz proveniente de tres sótanos, y que en silencio y con dos libros tumbó todas las pretensiones tradicionales de la técnica y arrasó el esnobismo con la contemplación de una lírica de belleza y espanto.

Su infancia fue el preámbulo pictórico de sus futuras metáforas que sintetizarían el surrealismo del campo mexicano y los misterios más hondos junto al tedio de los tiempos estáticos, y su misma casa fue el mismo lugar en que velaron a todos los suyos; así su convivencia con los muertos empezó a ser tan natural como convivir con los vivos, la naturalidad del terror fue estrechando el cerco de los nervios hasta convertirlo en una lógica alterna pero real, y ya eran suficientemente largos  los días de Jalisco para que los intensos eventos humanos no se olvidaran tan fácil con los ruidos y los movimientos de un tiempo común, aunque el silencio siguiera aturdiendo.

Toda la gracia aterradora y estética de la desolación humana hierve en sus cuentos hechos de llamas por las fusiones de un sol criminal y los resentimientos de una revolución fallida que le sumó nihilismo al hastío de vivir escuchando el rumor de los muertos baleados o el de los antiguos que nunca pudieron olvidarse y que quedaron recorriendo los pasillos de los ranchos aislados del mundo. En Comala, un pueblo de espectros que soporta su naturaleza rodeada del murmullo de otra realidad,  los campesinos hablan en alta literatura sin perder la crudeza de un discurso simple: “hacía tantos años que no alzaba la cara que me olvidé del cielo”, dice Pedro Páramo en una frase repentina, sin preámbulos de contenido elevado o expectación, con la misma naturalidad de un respiro. Y en Macario dice otro campesino entre el polvo y el cansancio de pensar la muerte “Felipa dice que los grillos hacen ruidos siempre, sin pararse ni a respirar, para que no se oigan los gritos de las ánimas que están penando en el purgatorio. El día que se acaben los grillos, el mundo se llenará de los gritos de las ánimas santas y todos echaremos a correr espantados por el susto”. 

Rulfo hizo de las altas pretensiones de la técnica y del efectismo literario algo más fuerte, hacerlas parecer fácil entre el tedio de conversaciones populares que interpretaban el mundo y el universo sin querer pretenderlo. Su voz, tras la angustia y la sublimidad de sus diálogos, también tenía el peso de un muerto imperceptible: dejaba que el viento entrara a zumbar cuando la voz del autor parecía entrometerse, y que el silencio hiciera ruido también sobre los ruidos, y que los muertos tuvieran la voz que nunca se les dio mientras los vivos seguían sobrepoblando la tierra con sus teorías de hierro.

 

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