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Memoria ultrajada

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Juan David Ochoa
16 de julio de 2022 - 05:00 a. m.
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Darío Acevedo Carmona, quien fungió como director del Centro Nacional de Memoria Histórica en los últimos años del sabotaje sistemático al acuerdo de paz, ha renunciado a su cargo. Era la función más sensible entre el trabajo silencioso por el respeto a las víctimas y a los muertos de 60 años de violencia ininterrumpida, y su insistencia, cínica y canallesca, fue invisibilizar las evidencias históricas de la responsabilidad compartida del Estado en la catástrofe. Solo bajo su talante podía caber la posibilidad de intentar eliminar la existencia del paramilitarismo en Colombia, y solo bajo su sonrisa superficial podía negarse el número de todos los muertos de esos ejércitos amparados por las fuerzas militares y por los gobiernos de turno. Quisieron crear la narrativa imposible de una nueva historia que nadie había visto jamás, y que contradecía lo que todos los ojos y el espanto habían atestiguado frente a una impunidad que resultaba aún más escalofriante y extensiva a todas las regiones del incendio. La respuesta de Acevedo ante todo los cuestionamientos del peligro de la eliminación de la verdad fue insistir aun más en un negacionaismo que había alcanzado con su nombre los límites del ultraje y del insulto.

En la reciente audiencia de medida cautelar solicitada por la JEP frente a la exposición “Voces para transformar a Colombia”, narración dirigida a su voluntad para la construcción del Museo de la Memoria Histórica, no tuvo más que una respuesta, otra vez inaudita frente a todas las evidencias del dolo, acusando una insistente campaña de desprestigio en su contra desde los inicios en el cargo y un impidiendo a la claridad de sus obras para la memoria nacional. Frente a toda la claridad de su negacionismo, no pudo responder sobre el silencio ante las víctimas de la persecución y exterminio de la Unión Patriótica por el aparataje criminal que venía auspiciado por todas las voces cómplices del oficialismo, pero la desidia pudo sostenerla sin mayores consecuencias hasta que la presidencia de Gustavo Petro lo obligó a renunciar, dejando el rastro de una pérdida de tiempo absoluta en la construcción del Museo de la Memoria y en la labor fundamental del respeto por la dignidad de las víctimas ante un país que sigue esperando el esclarecimiento de la verdad en el conflicto armado desde todos los frentes de la complejidad que quiso negar pretendiendo que esa postura surrealista y delirante continuara sin mayores escándalos.

Así se van, uno a uno, los funcionarios de los despachos ocupados sin trascendencia y sin legado, respondiendo ante todas las preguntas sobre la efectividad de su gestión con la paranoia del fantasma insuperable de Santos y los enemigos quiméricos que les han impedido todo, salvo el saqueo de los recursos para la paz que pretendieron siempre destruir, hasta que los réditos económicos pudieron manejarlos a su antojo. También se va, con todas las sombras del silencio de una amistad leal, el Fiscal General de la Nación, después de que el gran escándalo nacional por los vínculos del Ñeñe Hernández en la campaña presidencial fuera archivado definitivamente en los sótanos de la impunidad en que el Estado ha trabajado para todos los nombres secretos del contubernio.

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