El desfile tradicional de mandatarios sobre el atril público y abierto de la ONU tiene todos los antecedentes de la retórica explayada entre lugares comunes, corrección política y compromisos humanistas. Aunque pertenezcan a las alas más extremas de los flancos ideológicos, siempre han usado el momento estelar para decir lo que el mundo acepta entre el canon de las buenas maneras y las formas. Nunca reafirman los fracasos, los abismos impunes y crecientes de sus medidas perdidas, las abultadas inversiones sin efectos prácticos, los plazos siempre postergados sin resultados visibles. Saben que los recursos del lenguaje les permite divagar sobre las promesas humanas, aunque sus partidos internos intenten ajustar los intereses de sus carteras y sus lobbies.
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El 20 de septiembre sucedieron de nuevo los discursos dirigidos a mundo mejor, aunque todo vaya en picada desde todos los hemisferios, sin retórica y sin dolientes, a un escenario cada vez más incierto. La Guerra en Ucrania y las desesperadas búsquedas de las potencias mundiales por preservar sus dominios siguen en la dirección exclusiva de la mezquindad, sin que les importe demasiado los compromisos que la Asamblea General de la ONU insiste en pactar en sus reuniones anuales.
El discurso de Gustavo Petro tuvo el contraste con las retóricas cómodas de líderes que han acostumbrado su presencia a la liviandad de los juramentos y a la denuncia distante de lo obvio y lo evidente. Su enfoque directo y sin evasivas frente al narcotráfico y sus efectos en la selva amazónica y en los territorios latinoamericanos inivisibilizados por los estruendos mediáticos del primer mundo, tuvo la molestia en los sectores acostumbrados a seguir la línea obvia de la obediencia a los mandatos de la confrontación que los Estados Unidos, voz principal en la Asamblea y amo de las directrices de financiación, ha impuesto contra todas las pruebas del fracaso absoluto. Todos lo saben; todos conocen las cifras dramáticas de la derrota de esa vieja imposición de Nixon; todos conocen las consecuencias abismales de la insistencia en una guerra inútil y criminal, pero han querido mantener el estatus de aliados silenciosos para no incomodar el statu quo del poder y sus implicaciones en los intereses internos que deben cuidar, aunque todo se pudra y se derrumbe.
No es una novedad ni una revelación; la molestia para los monaguillos de la costumbre es que lo haya dicho un político al margen de una tradición que quisieron sostener contra todas formas de lucha y todos los recursos posibles del miedo. Les molesta que se nombre lo obvio y lo evidente, y les molesta más aún que haya sucedido en un escenario solemne en que Colombia ha obedecido siempre como una pequeña parroquia resignada a la servidumbre, sin opción a la duda o al cuestionamiento, y aunque haya puesto todos los muertos desde el principio.
La respuesta de las potencias que conocen muy bien las dimensiones de la culpa y las alturas de la responsabilidad en el desastre no serán tampoco convincentes. Y tendrán, también, como el patrón inamovible de la costumbre en la Asamblea General, las palabras retóricas para enfrentar el sufrimiento humano de los países en desarrollo, prometiendo nuevos ajustes en las prácticas para reducir el daño colateral que han conocido desde siempre sin que haya cambiado nada, hasta hoy.