Ante la pregunta de la posible tributación de las iglesias en la nueva reforma, el ministro de Hacienda José Antonio Ocampo ha respondido con seriedad pasmosa: “Las iglesias nunca han tributado y no van a tributar. Eso no es un problema”. Reafirmó, después, que en Colombia hay libertad de cultos, y ese sería un argumento suficiente, según su interpretación reduccionista del problema, para no incluirlas entre los sectores obligados a tributar. Parece más una respuesta pensada para consolidar la venia que debe hacerle el poder a la tradición inamovible y sagrada de un país parroquial que no puede desequilibrarse por ahora si el nuevo paradigma quiere iniciar sin demasiados enemigos.
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Y allí están, inamamobibles y libres de todo control, 8.000 iglesias crecientes sin obligaciones fiscales a la diestra de un Estado asfixiado por su propia ineficacia para definir el discurso de una equidad que en la práctica siguen evadiendo los privilegiados de la invisibilidad y del silencio. La iglesia Católica, señora institucional de todos los poderes, los negocios y los fueros, lo han podido evadir desde los tiempos sagrados de la colonia, cuando tenían la voz y el mando sobre los esclavos, las ideas y el mundo; también sobre una república incipiente que apenas empezaba a construirse con los débiles destellos de una ilustración que los obispos intentaron disminuir por los posibles efectos en la conveniente sumisión de sus acólitos serenos; y ante la debacle que podía significar la superioridad de las ideas republicanas sobre el dominio total de la economía y de la realidad. Amparados en la exclusión de los deberes tributarios por los designios de Dios, han aumentado la cartera de todos los mercados posibles sin que el Estado haya podido hasta hoy, aunque la Constitución haya dejado de consagrase el sagrado corazón de Jesús en 1991, revisar sus finanzas para que el equilibrio de un país humillado pueda nivelarse también con sus impuestos.
Las cuentas exorbitantes, acumuladas y reinvertidas en la modernidad de los capitales exclusivos, están en la infinitud de una sombra en la que ciertos prelados y pastores han aprovechado las posibilidades del lavado de activos y de todos los beneficios de la libertad total, como lo han hecho en el Banco Vaticano desde unas largas décadas hasta los límites del escándalo. Y son los mismos recursos financieros con los que pueden mover y esconder a los párrocos abusadores, que ante una mínima denuncia son resguardados y privilegiados con el exilio y con penitencias de recogimiento y meditación.
Los réditos y los beneficios en la eternidad del mundo los van a custodiar hasta el final y contra todo lo posible, aunque la modernidad lo exija con toda la imponencia de la ley y aunque el escándalo siga aturdiendolo todo. José Antonio Ocampo y el presidente electo lo saben muy bien, y han querido evadir las presiones naturales de esta exclusividad inexplicable en la reforma tributaria que han intentado vender como una oportunidad real y próxima para nivelar las cargas de la injusticia. El poder se ejerce entre la prosa, por supuesto. Y el ideal poético del contrapoder ha quedado de nuevo entre el lobby y las amanezas de las grandes tradiciones, pactados con Dios pero sin ley.